El gobierno de Donald Trump ha dado un paso sin precedentes al etiquetar a ocho organizaciones criminales latinoamericanas como “terroristas”, una medida que podría tener repercusiones profundas no solo en la política exterior de Estados Unidos, sino en la estabilidad de América Latina.
Esta decisión, oficializada por el Departamento de Estado el 19 de febrero, sienta un peligroso precedente: la guerra contra las drogas deja de ser un tema de seguridad pública y se convierte en una cuestión de política antiterrorista. En otras palabras, Washington ahora se reserva el derecho de tratar a los cárteles del narcotráfico con el mismo nivel de agresividad que a grupos como el Estado Islámico o Al-Qaeda. ¿Qué significa esto en la práctica? Acciones militares, sanciones extremas y una justificación legal para intervenir en los países donde estas organizaciones operan.
El secretario de Estado, Marco Rubio, fue el encargado de oficializar esta designación, que incluye a cárteles mexicanos como el de Sinaloa, el CJNG y el del Golfo, así como a pandillas centroamericanas y suramericanas como la Mara Salvatrucha y el Tren de Aragua. La lista negra estadounidense, que solía estar reservada para grupos con objetivos políticos o ideológicos, ahora se amplía para incluir a organizaciones que buscan lucrarse con el tráfico de drogas, la extorsión y la trata de personas.
¿Una estrategia de seguridad?
No es casualidad que Trump haga esta jugada en un año clave para su carrera política. Su base de votantes más fieles ve con buenos ojos cualquier medida que refuerce la seguridad nacional, especialmente cuando se trata de amenazas extranjeras. Sin embargo, la efectividad real de esta decisión es cuestionable.
Si bien los cárteles representan un problema mayúsculo para la región, su categorización como grupos terroristas podría tener efectos contraproducentes. En primer lugar, genera una peligrosa confusión entre crimen organizado y terrorismo, lo que puede derivar en respuestas desproporcionadas. En segundo lugar, legitima la posibilidad de acciones militares directas por parte de Estados Unidos en suelo extranjero, lo que podría desatar tensiones diplomáticas con los gobiernos de México y otros países afectados.
Además, esta decisión ignora un punto fundamental: los cárteles no funcionan como estructuras cerradas y centralizadas, sino como redes altamente adaptativas. Declararlos terroristas no hará que desaparezcan de la noche a la mañana; al contrario, puede empujarlos a diversificar aún más sus actividades ilícitas y operar con mayor clandestinidad.
¿Una nueva era de intervencionismo?
Las implicaciones de esta medida son alarmantes. Históricamente, Estados Unidos ha utilizado la lucha contra el terrorismo como justificación para intervenir en diversas regiones del mundo. ¿Podría esto traducirse en operativos militares encubiertos en México o Centroamérica? ¿Estamos ante la antesala de un nuevo capítulo de intervencionismo estadounidense?
México, en particular, debe estar en alerta. La guerra contra el narco ya ha costado cientos de miles de vidas, y el gobierno mexicano se ha mostrado reacio a permitir una participación directa de Estados Unidos en sus operativos internos. Sin embargo, con esta designación, Washington podría argumentar que cualquier acción en contra de estos grupos es un asunto de seguridad nacional y, por ende, justificar una intervención sin pedir permiso.
En definitiva, Trump ha lanzado una bomba política disfrazada de estrategia de seguridad. Si realmente se quiere acabar con el crimen organizado, la solución pasa por atacar sus fuentes de financiamiento, reducir la demanda de drogas en EE.UU. y fortalecer los sistemas de justicia de los países afectados. Declarar la guerra total puede sonar bien en los discursos, pero en la práctica, solo traerá más violencia e inestabilidad a una región ya castigada por el crimen.

