QUE UN QUÍDAM DE LEER A ESCRIBIR PASE
NADIE CUERDO PONER EN DUDA PUEDE
“En literatura, se permite robar a un autor a cambio de que se le asesine”.
Charles Augustin Sainte-Beuve
Es lógico y normal, público y notorio, que a quien haya leído, antes o después, sin saber por qué, por mera mímesis tal vez, le brote el deseo (o nazcan o surjan las ganas) de escribir. Nadie sensato (ella, él o no binario), con dos dedos de frente, puede poner en duda o tela de juicio que eso es así; servidor, al menos, no le ve a dicho aserto una sola objeción posible. Que se pasa de leer a escribir por ósmosis es otra forma de dar cuenta de la misma realidad o una simple variante de describir y/o ver la situación antedicha.
En un cartapacio del I conde de Guimerá, el anticuario e historiador Gaspar Galcerán de Castro de Aragón y Pinós (1584-1638), se narra que en el año 1600 un estudiante salmantino (ignoro si de o en Salamanca) “en lugar de leer sus liciones, leía en un libro de caballerías, y como hallase en él que uno de aquellos famosos caballeros estaba en aprieto por unos villanos, levantóse de donde estaba y, empuñando un montante, comenzó a jugarlo por el aposento y esgrimir en el aire; y como lo sintiesen sus compañeros, acudieron a saber lo que era, y él respondió: ‘Déjenme vuestras mercedes; que leía esto y esto, y defiendo a este caballero. ¡Qué lástima! ¡Cuál le traían estos villanos!’”.
El personaje salido de los viajados, vívidos y vividos cacumen y magín de Cervantes también perdió el juicio leyendo libros de caballerías. He ahí, arriba, en el parágrafo precedente, un ejemplo vivo, una persona de carne y hueso, que pudo servir de modelo real a su personaje literario, pero, he aquí, sobre todo, además, un singular apoyo a la pretendida verosimilitud de su novela, al tratar a su personaje como una realidad posible, no como otra mera fantasía. Ignoro qué opinará al respecto el atento y desocupado lector (ora sea o se sienta ella, ora sea o se sienta él, ora sea o se sienta no binario) de estos renglones torcidos, pero al abajo firmante, cada vez que vuelve a leer cuanto le acaeció al estudiante (de o en Salamanca), más y más le recuerda cuanto cuenta Cervantes en los capítulos XXV, XXVI y XXVII de la Segunda parte de su inmortal obra, cuando llega a la posada donde están hospedados don Quijote y Sancho Panza maese Pedro (Ginés de Pasamonte) con su ayudante/apuntador, el mono adivino y su retablo de la liberación de Melisendra.
Volvamos a leer a Cervantes para cerciorarnos de que no vamos desencaminados en nuestro análisis y que la conclusión a la que hemos llegado es fetén, certera:
“Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien dar ayuda a los que huían, y levantándose en pie, en voz alta dijo:
“—No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla, no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!
“Y, diciendo y haciendo, desenvainó la espada y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros (…)”.
Ante los lamentos y reproches lanzados por maese Pedro, tras recuperar de nuevo la cordura, don Quijote, con sensatez, aduce:
“—Ahora acabo de creer —dijo a este punto don Quijote— lo que otras muchas veces he creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlomagno Carlomagno. Por eso se me alteró la cólera, y por cumplir con mi profesión de caballero andante quise dar ayuda y favor a los que huían, y con este buen propósito hice lo que habéis visto: si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen; y, con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana”.
Está claro, cristalino, que el adagio orsiano (“TODO LO QVE NO ES TRADICIÓN ES PLAGIO”) es una certeza apodíctica y que dicho delito está permitido con una única conditio sine qua non, siempre que vaya seguido de otro, asesinato. ¿O no le sacó Cervantes el máximo provecho a esa anécdota e idea prestadas, si lo fueron, que, por supuesto, cabe especular con ellas, pero no hay un solo documento fehaciente que permita certificarlas?
Ángel Sáez García
angelsaez.otramotro@gmail.com
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