TODO ERROR DEVENIR PUEDE EN ACIERTO
SI EN ÉXITO REMATA ESE FRACASO
Dedico este texto en prosa a “la Nena”, mi hermana María del Pilar, porque hoy, sábado 11 de octubre de 2025, víspera de la festividad de la Virgen del Pilar, Día de la Hispanidad, celebra su cumpleaños. Ergo, con cariño, ahí van mis ¡muchas felicidades!
Hay quien cree, a pies juntillas, y sostiene, de modo dogmático, inflexible, intransigente, allí donde se halle, que el error es un fracaso en toda la regla, morrocotudo. Y, ciertamente, lo es, si no aprendemos de él; porque, como ocurra lo contrario, como lo aprovechemos como bagaje experiencial, y nos sirva para mejorar como personas, el error puede devenir en una lección, además de inolvidable, pluribeneficiosa. Así que, bienvenido el yerro (propio o ajeno, si hemos asimilado lo que algunos reputamos igualmente precipuo o principal, que también cabe escarmentar en cabeza ajena), si lo tomamos como el primer eslabón de una cadena o la cuenta inicial de un rosario, siempre que el eslabón que remate la primera sea el éxito y la cuenta que ponga el broche de oro al segundo la matrícula de honor.
Puede que, si recuperáramos al niño que fuimos otrora y dejamos arrumbado en alguna anfractuosidad o circunvolución de nuestro cerebro, y a los errores que cometemos ahora, cuando somos adultos (y acaso también adúlteros), les encontráramos, como hicimos entonces, la parte positiva que viaja con ellos, más que frustrarnos, podríamos sacarles todo el jugo que abrigan en su interior, el provecho que acarrean y salir airosos, ilesos, satisfechos, victoriosos, de ese aprieto o brete que, aunque, por una cara o lado, nos afea, por el otro, nos embellece.
Soy incapaz de olvidar una anécdota que acaeció en Cornago (La Rioja), patria chica de mi progenitor, Eusebio, siendo este menda un crío de corta edad, de seis años como mucho. Alguno de mis amigos del citado pueblo (un judas interino, sin duda), pretendiendo hacerme una novatada o que me bautizara de segundas, sin necesidad de compañía de sacerdote, agua bendita ni padrinos con vela, me propuso cruzar la barra superior de la barandilla resbaladiza que bordeaba, a modo de barrera de seguridad, la fuente de la plaza de la villa cornaguesa, que quedaba sobre el pilón. Y, como si fuera servidor un baturro o matraco, que luego, por la costumbre, el uso, casi casi lo fui, ya que viví y trabajé durante muchos años en la capital maña, acepté el reto y ejercí de tal.
Como consecuencia de la primera intentona, este pipiolo que fui antaño de niño cayó al pilón y se mojó enterito, o sea, las ropas que vestía y las zapatillas que calzaba. Acudí a casa de mis abuelos y mi yaya Gregoria, a quien todo quisque llamaba por su hipocorístico, “Goya”, me secó y puso otras; a la segunda, se repitió el suceso y mi abuela, en esta ocasión, me regañó y me castigó, pues me dijo que esa tarde ya no volvía a salir más a la calle, pero, en un descuido que tuvo, este diablillo se escapó de sus haldas y volvió a la tentadora barra, al infierno (qué razón tenía Oscar Wilde cuando escribió en “El retrato de Dorian Gray” que “la única manera de librarse de la tentación es ceder ante ella. Si se resiste, el alma enferma, anhelando lo que ella misma se ha prohibido, deseando lo que sus leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal”). A la tercera, como la experiencia es un grado, me sirvió de algo, porque caí de pie y solo me mojé las zapatillas y los calcetines, si los llevaba, que no recuerdo ese detalle en concreto con fidelidad. En mi caso, a la cuarta, que no como lo propio afirma el refrán castellano, a la tercera, fue la vencida y pude cruzar la barra de la barandilla sin caer.
He recordado que volví a casa tarde, al declinar el día, para cenar, y entonces las zapatillas ya no chapoteaban, ya no hacían el ruido característico que emitían al ir mojadas (puede que, durante la tarde, me las quitara y las pusiera a secar).
Creo que mi abuela no le contó a su marido, mi abuelo José, el “chandrío” (voz tudelana, que significa estropicio) que este, más diablillo que Angelito, había organizado, originado y protagonizado. Y no recibí una reprimenda por su parte. Cuántas veces habré recordado la anécdota, departiendo con agrado, ora fuera de lo divino, ora fuera de lo humano, con mi prima María José, “Fina”, y otros contertulios, los que fueran, riéndonos, a mandíbula batiente, de nuestras inolvidables y variopintas trastadas de la infancia.
Tras relatar la anécdota de marras, itero el argumento que he brindado al atento lector de esta urdidura: todo error devenir puede en acierto, si en éxito remata ese fracaso.
Nota bene
¿Qué versículo coránico, traducido al francés, viene aquí a cuento? “Le succès est un échec qui change soudain de cap”, o sea, el éxito es un fracaso que cambia de repente de rumbo.
Ángel Sáez García
angelsaez.otramotro@gmail.com
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