LA DEUDA CONTRAÍDA ESTÁ SALDADA
Defiendo, refuerzo y sostengo la tesis de que no andaba desencaminado el maestro (además de en tauromaquia, en otros ámbitos o campos del saber, el excelso uso de la guasa, verbigracia) Rafael Gómez Ortega, “el Gallo” o “el Divino Calvo”, cuando le presentaron a José Ortega y Gasset, el filósofo español por antonomasia del pasado siglo XX, y, al enterarse de cuál era su oficio, de a qué disciplina se dedicaba el famoso pensador, sentenció que en este abigarrado o variopinto mundo “hay gente pa(ra) to(do)”, es decir, hay tal diversidad o variedad de quehaceres que, al tender estos al infinito, son inabarcables. Y la susodicha certeza es inobjetable. Basta con que uno dé los pasos oportunos, adecuados, y en la dirección correcta, para encontrar a quien vive esperanzado con que un golpe de fortuna, en cualesquiera de los existentes juegos de azar, la/o saque del pozo profundo donde está metida/o, esto es, con que un milagro o prodigio la/o libere de esa cárcel o postración en la que se halla.
Este menda, el abajo firmante, por ejemplo, aguarda, como agua de mayo, que llegue pronto a su vera la esperanza con minúscula inicial, porque la que empieza con mayúscula ya arribó. Cada vez que me doy de bruces con ella, ya sea en la biblioteca pública “Miguel de Unamuno”, de Algaso, ya sea en cualesquiera de sus calles, mentideros o plazas, y nos paramos a darle a la mui o sinhueso, ese rato se me hace corto, se me pasa volando, en un santiamén, porque “Espe” me llena, al satisfacerme enteramente. Y me gustaría sobremanera que, cuanto he soñado que hago con ella mientras me hallo descansando en los mullidos brazos de Hipnos o Morfeo, sucediera también en la realidad de la vigilia. Me apetecería un montón dormir una noche con ella en la cama para comprobar, de manera fidedigna, si es verdad cuanto me acaece con la susodicha en los episodios oníricos que hemos protagonizado varias veces juntos; verbigracia, que ella, vistiendo camisón y yo pijama, nos acostamos, nos damos las buenas noches y, al rato, caemos rendidos ambos en su sopor hipnótico. Tras dar servidor cien o doscientos besos a la tela que cubre su espalda, agarrado a su cintura, sin hacer nada sicalíptico, consigo lo insólito, dormir toda la noche de un tirón, como cuando era un bebé (esto solo lo infiero o sospecho, porque lo cierto y verdad es que no tengo recuerdos de cómo lo hacía cuando era un tal). ¿Por qué? Lo desconozco, mas no que ella irradia haces de paz, perdón, piedad, conformando un soporte con asiento, donde descanso a gusto y recupero las ganas de vivir en este mundo, o el tridente de seda que despierta o célere espabila de la siesta.
Reconozco que soy un defensor a ultranza del mestizaje, porque la riqueza que depara o reporta es inabarcable e incalculable, como el agua que contiene un océano. Cada vez que he puesto en un platillo de la balanza sus pros y en el otro sus contras, el primero ha vencido al segundo por goleada, como suele hacer últimamente la selección española de fútbol con sus adversarios.
Y, volviendo a echar mano del argumento proverbial, de marras, como sigue sin haber en el convento de Algaso un hermano que aventaje en saber teórico y práctico a fray Ejemplo, pondré uno, clarificador, para que el criterio aducido se entienda.
Durante el vuelo de regreso de mis vacaciones otoñales, que hice en un avión de Iberia que despegó del aeropuerto de Tenerife-Norte y aterrizó en el de Madrid-Barajas-Adolfo Suárez, coincidí en la parte izquierda de la aeronave con dos jóvenes que eran pareja, Sara e Ibrahima (ignoro si he escrito bien su nombre; si no le he hecho correctamente, estoy seguro de que él me lo perdonará). Ella, de dermis blanca, era italiana, napolitana, y él de piel negra, de un país africano, pongamos, por nombrar uno, Senegal. Salvo los saludos de rigor, no había cruzado con ellos palabra, hasta que Sara sacó del bolso su ordenador portátil, y sobre la pantalla aparecieron las imágenes de una película, protagonizada por Rachel Weisz y Brendan Fraser, “La momia” (1999). Como Ibrahima se percató de que yo miraba el monitor, aunque rehusé varias veces, él insistió tanto que acepté gustoso que me cediera su auricular izquierdo (Sara usaba el derecho), para que pudiera escuchar el filme, porque él había visto la película recientemente y recordaba los diálogos. No vimos el final de la cinta, pero les recordé la frase que suelen aducir los franceses y francófonos en casos similares o parecidos: “C’est le geste qui compte”, o sea, es el gesto lo que cuenta. Y les prometí que los mencionaría en uno de mis textos. Eso es lo que acabo de hacer en el párrafo que remata este texto en prosa con algún día de retraso sobre lo que había previsto. La deuda contraída está saldada.
Ángel Sáez García
angelsaez.otramotro@gmail.com
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