Qque el ciudadano esté evitando reacciones primarias contra la política y no sólo contra los políticos, es todo un logro cívico
(José I. Calleja).-Sólo soy uno más de los ciudadanos que han llegado sin aliento al final del ciclo político español entre diciembre y abril. No tengo reacciones primarias contra la política y los políticos, por más que abogue por el no a una nueva campaña electoral. No veo qué sería lo nuevo por su parte que no hayan dicho hasta ahora y que aclare las dudas de la mayoría. Es que no veo ni las dudas de esa mayoría.
Por supuesto que toda campaña define aspectos de la lucha política que no son despreciables, pero por esa misma regla de tres, doce campañas seguidas estarían justificadas. Siempre habría algo que aquilatar. No, no lo veo; todo el mundo sabe ahora quién es quien y cómo piensa cada candidato, qué propone con alguna claridad y qué con la suficiente obscuridad como para no pillarse los dedos…, de dónde viene y a dónde va… Así que ni ellos ni nosotros, directamente, necesitamos una campaña electoral.
Si nos hacen volver a las urnas, como es el caso, es porque a ellos les conviene. En concreto, porque creen que les va a ir mejor (PP-Podemos) o porque hacen de la necesidad, virtud (PSOE-Ciudadanos). Estos últimos lo han querido evitar, pero los otros peces no caían en la red y mañana engordará a su costa. Es una lástima que las ideologías, bien nutridas de intereses políticos y personales de difícil cuantificación en cada caso, hayan hecho imposible salir del atolladero de la ingobernabilidad.
Por mi parte, digo que las personas y su talante han causado mucho daño a la negociación, volviéndola imposible. Si acierto, lo que ha sido ahora imposible, tendrán que tragárselo en junio. ¡Las personas, ay las personas, cómo pueden hacer de imposible un pacto de gobierno que alivie las diferencias ideológicas!
Pero en absoluto es esta la única cuestión que quería destacar. Más profundamente, que el ciudadano esté evitando reacciones primarias contra la política y no sólo contra los políticos, es todo un logro cívico. Parece igual menospreciar a los políticos que renegar de la política, pero no es así. A pesar de todo lo visto y oído, no hay desencanto absoluto en la gente por la política, y es un primer dato de valor cívico incalculable. Se asume con paciencia que hay que volver a las urnas y en principio con las mismas listas electorales.
No hay otro remedio en una democracia de partidos, me dirán, pero observo que a la resignación subsigue la convicción de que estas son las reglas de juego. Lo criticamos como la ley de hierro de las élites, imponiéndose de mil modos, hagan lo que hagan, y sustituyéndose unas a otras en la dirección social, pero la convicción de que estas son las reglas de juego no desaparece y revela nuestro aprecio de la democracia.
Es doloroso aceptar que grupos políticos con una trayectoria de corrupción extrema, con tentáculos por todas las comunidades y estamentos del Estado, puedan volver a la parrilla de salida con el mismo dorsal y líder. La indignación es extrema en mucha gente, en «la gente» que se dice por ahí, pero al aceptarlo, no hay sólo debilidad y menos sometimiento, sino a la postre, convicción de que esto es así, que la democracia es muchas cosas como ideal y lucha contra el adversario, pero que también es algo tan sencillo como reconocer que el otro conserva los derechos a la política mientras la justicia no se los retira. Es duro aceptar todo esto, pero como logro moral prepolítico, es admirable. A veces, de normal, no le damos valor a todo lo que vamos aprendiendo.
Y ahora sí, con un sentido menos optimista, el de querer sacar algo bueno de una crisis política y social cuyos gestores están siendo un fracaso sin paliativos, por torpes, y lo que es peor, por indignos en el uso de lo público, ahora sí, hay que volver a lo que define una democracia no sólo en mínimos procedimentales, sino en mínimos de justicia social.
Cuántas veces habrá que repetir que lo que hace justa una posición política no es, sin más, la libertad de poder defenderla sino el contenido de justicia de sus políticas concretas, porque los trabajadores, los parados, los jubilados, los dependientes, los enfermos, las familias, los estudiantes…, los refugiados, los sin ingresos, los marginados, los excluidos, son tratados como personas con derechos y medios para proveerse de una vida digna para ellos y su familia. Nos cuesta sobremanera construir la ciudadanía de los iguales en derechos y deberes, poniéndonos en el lugar de los otros más débiles e ignorados que nosotros.
Hablamos de una sociedad sustentada en un pacto social de progreso y esto es más abstracto que la filosofía hegeliana. La próxima vez exijamos que el hablante aclare qué es progreso, para quiénes y de qué modo lo logramos. Y si no comienza por poner en el centro las necesidades de los más vulnerables y sin poder, ya no habla de progreso humano, sino de desarrollo del capital y cómo éste se desbordará en beneficencia para los demás.
Es decir, en beneficio de doscientos millones de euros para los consejos de administración, a abonar en Panamá, y en crecimiento del precariado para la inmensa mayoría de los jóvenes de futuro más que incierto. Así, la democracia que he ensalzado hasta en una coyuntura tan incierta como la actual, se desangra entre mentiras sociales. Democracia, te amamos, a cualquier precio, pero no de cualquier modo. A votar.