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«El Lazarillo» es una droga buena

Ángel Sáez García 30 Dic 2025 - 06:00 CET
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“EL LAZARILLO” ES UNA DROGA BUENA

A veces, un quídam (solo, por su propia cuenta y riesgo, o con la inestimable ayuda de otros, la cuadrilla de amigos, un deudo, un allegado o un profesional de la psicología o la psiquiatría, verbigracia, a quienes le/s ha narrado con pelos y señales la representación fantástica de lo soñado) logra encontrar una vía insospechada para interpretar, de manera válida, cuanto acaba de soñar (mientras estaba dormido, descansando a pierna suelta en los mullidos brazos de Hipnos o Morfeo), la información que le ha suministrado su inconsciente (¿con qué ignoto objeto?); y, si no consigue todas las claves para desentrañar el sueño, al menos, sí el escalpelo para diseccionar lo precipuo o principal, el grueso, del mismo; y otras, a pesar de los ímprobos esfuerzos del fulano y otro/s por hallarle un sentido plausible, posible, no; y, por eso, es lógico y normal que desista de invertir más tiempo en su exégesis, por ser tarea baladí intentar pillarle a lo soñado el recto significado.

Mi criterio al respecto, grosso modo, es que, como el inconsciente es ingobernable por las riendas del consciente, como va a su bola, por libre, porque para él no hay trabas, ni límites, ni vallas, ni barreras, ni muros, ni…, todo absolutamente todo, tiene cabida en él, como hace el narrador ficticio en su actividad creativa, que puede ir metiendo en el saco de esa mitad memoria fiel, mitad imaginación o fantasía, su relato corto o novela, cuanto considere el hacedor pertinente para la intelección del texto, como, por cierto, algo parecido vino a aducir, reproducir y sostener el premio Nobel de Literatura de 1989, el literato español Camilo José Cela y Trulock, ducho especialista en trucos.

Hoy he soñado, por ejemplo, que estaba en la segunda ciudad más poblada de Francia, en Marsella, donde, reconozco, solo he estado una sola vez en mi vida, y de paso, cuando, durante nueve días del mes de septiembre de 1981, tras finalizar el COU, en compañía de Álvarez, Bermejo y Santaolalla, fuimos en el 127 gris plateado, que a Bermejo le habían regalado sus padres por haber salido airoso del brete de la Selectividad, de viaje a Italia. Apenas estuvimos en la preciosa (por lo que vimos, esa es la impresión que obtuvimos) villa con puerto, que no vimos, unas horas. El viaje fue relámpago, pero nos dio tiempo a visitar San Remo, Pisa, Roma, Buquiánico (patria de san Camilo de Lelis), Venecia (que contemplamos con los mismos ojos entusiastas con los que observamos Pisa, Roma, y admito que luego también nos impresionó, grata y magníficamente, la segunda ciudad más populosa de Italia, capital regional de la Lombardía) y Milán. En alguna de las muchas cajas que guardan mis materiales deben andar las fotos que el difunto Santaolalla tuvo la gentileza de colocar en hojas de bloc y obsequiarme (¡muchas gracias!, José Luis, estés donde esté; en mi memoria, al menos, lo estás).

En dicho trayecto pulimos las 50.000 pesetas que sacamos, mediante la venta de unas tarjetas con varios números, que obtenían premio si esas cifras coincidían en el mismo orden con los números agraciados en los sorteos diarios de la ONCE, celebrados durante un mes. A la Organización Nacional de Ciegos Españoles, a la que no le pedimos el preceptivo permiso entonces, al menos hoy este menda, que reconoce su parte alícuota en el mencionado fraude, le da sentidas y sinceras gracias por la semana larga de bellezas sin cuento que pudimos admirar y disfrutar. Usamos ese dinero para comprar tabaco y gasolina, sobre todo. Recuerdo que llenamos el depósito del coche para salir de Roma dos veces (allí, comprobamos que el dicho español de que no hay mal que por bien no venga —hubo un accidente, en el que no nos vimos implicados, pero eso propició que un agente de la policía de tráfico nos indicara cómo salir del laberinto de la ciudad eterna, que nos atraía y no nos dejaba escaparnos de su radio de acción, como si se trata de un potente imán— estaba vigente y era certísimo).

Bueno, a lo que iba, el sueño de marras, que, como me conozco y me enrollo fácilmente, si no me corto, puede que acabe hablando de Islero, el toro de la ganadería de Miura que mató a Manolete.

He soñado que me llamaba Philippe-Gustave Monteil-Courbet Marin y que acudía a una manifestación que ha recorrido las calles del centro de Marsella, en protesta por el asesinato del familiar o deudo de un activista antidroga. Yo no hubiera ido, motu proprio, por mi propia iniciativa, pero me lo ha pedido mi madre, que hubiera acudido si hubiese podido, porque conocía de vista a la madre del occiso, y no me he podido negar. No se lo he comentado a mis amigos, porque no lo hubieran entendido. Ellos, todos, unos más que otros, se han dedicado alguna vez a pasar pequeñas cantidades de droga, al menudeo; y es que, en varios barrios del norte de la Marsella, los jóvenes, o nos dedicamos a lo que nos sale o nos quedamos en la miseria, y nos morimos de asco.

El abajo firmante de estas líneas, además de trabajar media jornada, hasta mediodía, en un quiosco, vendiendo periódicos y revistas, sobre todo, sigue estudiando por las tardes, en la AMU o Universidad de Aix Marseille, la licenciatura en lengua extranjera, literatura y civilización. Ayer acabé de leer en español “El Lazarillo de Tormes”, la novela de autor anónimo que inició el ciclo picaresco en España y en el orbe. He llegado a la conclusión de que, con que solo fuera un cuarto de lo que cuenta su autor verdad, qué putas las pasó el protagonista hasta que consiguió el cargo de pregonero, tras arrimarse a los buenos.

   Ángel Sáez García

   angelsaez.otramotro@gmail.com

Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza. Casado (con la literatura —en traducción libre, literaria, “si la literatura no lo es todo, no vale la pena perder una hora con ella”, Jean-Paul Sartre dixit—, solo con […]

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