OPINIÓN

Israel de la Rosa: «La estrechez de la mente»

Israel de la Rosa: "La estrechez de la mente"

Hoy les vamos a explicar por qué la Tierra es triangular, y lo haremos apoyándonos en pruebas irrefutables. Nuestro hermoso planeta es triangular porque en algún momento de nuestro pasado reciente —un martes lluvioso, concretamente, una mañana de cielos plomizos— amanecimos con la convicción incuestionable de que nuestra Tierra estaba muy lejos de parecerse a una pelotita. Nuestro planeta tiene forma triangular porque así nos da la gana. Hay que ser muy osado, verdaderamente muy insolente para atreverse a rebatir nuestra certeza esgrimiendo razones científicas. Se requiere una descomunal soberbia y muy mala baba para intentar desacreditar nuestra verdad con ese empirismo de tres al cuarto. Y todavía iremos más lejos: sabemos que la Tierra es hoy triangular, pero ayer creímos que tenía el tamaño y la forma de una mesa camilla. Si hemos corregido el veredicto ha sido precisamente en atención al sentido común y por el prurito de acertar el tiro. La más sencilla filosofía nos respalda, el más puro pragmatismo nos auxilia: ¿cómo podríamos estar equivocados defendiendo unas ideas que tanto nos satisfacen? ¿Por qué perder el tiempo en comprobar unos hechos si tan felices somos así, en el convencimiento de nuestra verdad absoluta?

Todo lo plasmado en el párrafo anterior es la constatación de un drama. La estrechez de la mente, o, por mejor decir, los esfuerzos que se llevan a cabo por mantener a toda costa esa misma estrechez y perpetuar su ofuscamiento, convertido hoy todo esto en un deporte de élite, han contribuido a engrosar un extraordinario ejército de obstinados ignorantes. Nada sonroja ya al indocumentado. En igualdad de condiciones, el integrante de esta horda opta siempre por la teoría más estúpida. Ante la duda, la idea más delirante. Existe un acusado placer en impugnar alegremente cualquier demostración científica. Se fantasea sin pudor con la manifiesta y aterradora aspiración de regresar cuanto antes a la primitiva caverna.

Basta echar un vistazo al día a día de Manolito para entender toda esta vaina: mil veces han tratado de explicarle la redondez del planeta, pero él, resistiendo románticamente a las falaces brujerías de la ciencia, se asoma a la ventana del primer piso —de un pisito de treinta metros que heredó de la abuela y por el que no supo ni dar las gracias— y enseguida concluye que, en efecto, él no ve redondez por ninguna parte, él ve la carretera toda tiesa, y al fondo los cerros empinados y la ermita de mala muerte donde se casó la Julia. No hay curva ninguna, todo es llano. No hay planeta esférico, no hay niño muerto. «Lo único que hay —sentencia orgulloso— son mentiras y conspiraciones para abducirnos a medianoche y quitarnos la pensión.»

Y, así, la estrechez de la mente, esta condena esperpénticamente bíblica, se va propalando como una peste realmente negra. Ríase usted de la plaga de langostas en Egipto, esa anécdota pueril de andar por casa. No hay modo sensato de luchar contra este ejército de saboteadores intelectuales, que nada quieren escuchar, que nada desean saber. No hay manera, no hay forma razonable de salvarlos. No hay tutía.

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