«Morir no es nada; no vivir con dignidad es lo que es terrible.» (Victor Hugo)
A David Lafoz lo mataron. No con una pistola ni con veneno. Lo mataron como se mata a los valientes incómodos en este país de cobardes bien subvencionados: a multas, a inspecciones, a desprestigios, a portazos, a soledades.
Entre las tierras duras y nobles de Aragón se ha apagado un muchacho que, con sólo 27 años, ya había vivido más de lo que muchos burócratas experimentarán en una vida entera de dietas y poltronas. Se llamaba David Lafoz, y quienes lo conocieron sabían que, si algo tenía de sobra, era decencia. Esa palabra antigua que parece fuera de lugar en un país donde la honradez es delito si molesta a los que mandan.
David no era un héroe de manual. No llevaba capa, ni salía en televisión contando penas, ni se envolvía en banderas para ir de mártir. Era simplemente un agricultor. Uno de esos hombres que madrugan para dar de comer a un país que ni los ve ni los escucha. Uno de esos que, cuando la DANA arrasó Valencia, no esperó a que lo llamaran. Cogió su tractor, dejó su faena y bajó a limpiar barro con las manos. Porque alguien tenía que hacerlo.
Mientras los políticos de uno y otro lado pactaban sillones, David y los suyos recogían escombros y dignidad. Mientras los voceros del régimen se llenaban la boca con “transición ecológica” y “progreso sostenible”, él dormía en su remolque para seguir al día siguiente, sin cámaras ni subvención, ayudando a los que lo habían perdido todo. Pero ya se sabe: en este país, ayudar sin permiso, sin padrinos y sin sello oficial, es un delito no escrito.
Tras su participación en las tractoradas de 2024 —aquel grito ahogado del campo español contra el abandono y la burla— llegaron las represalias. Inspecciones. Multas. Acoso. Le retiraron ayudas, le inflaron a sanciones. Los mismos que hablan de “inclusión” y de “diálogo” no supieron encajar que un joven agricultor hablara claro, denunciara abusos y se negara a obedecer.
David no se fue porque quisiera. Lo echaron. Lo empujaron al abismo con la frialdad de quien firma un papel en un despacho sin saber (o sin importarles) a quién está destruyendo. Su nota final es un acta de defunción moral para esta España desmemoriada: «No aguanto más presión. No aguanto más inspecciones. No aguanto trabajar 18 horas para no vivir.»
Como Manuel, aquel hombre colgado de una encina del que escribí hace años, David también creyó en un proyecto de vida rural. También quiso luchar por un futuro en su tierra. Pero aquí la vida digna en el campo se paga cara, y los que se salen del rebaño terminan sin abrigo. Este no es un suicidio. Es un crimen social.
Hoy nadie en Moncloa hablará de él. No habrá minutos de silencio ni lutos oficiales. Porque no era de esos que sostienen al poder con chantajes ni de los que dan votos en ayuntamientos estratégicos. No: era uno de los que trabajan. De los que no se pliegan. De los que no piden permiso para hacer lo que está bien. Por eso era peligroso.
David también se presentó por Vox en Belchite, lo que bastó para que muchos dejaran de escucharlo. En este país donde la etiqueta sustituye al pensamiento, no se perdona que alguien del campo tenga criterio, valores y convicciones. A los “progresistas de despacho” les ofende más un tractor en la Castellana que una ministra con seis asesores inútiles.
Se nos ha ido uno de los buenos. Y lo peor es que, con él, se va también un trozo de futuro que ya no volverá. Pero su ejemplo —como el de tantos otros que se enfrentan cada día a las trampas de un sistema hostil— no puede ser enterrado con él. Que su vida no sirva sólo para una nota en prensa, sino como aldabonazo de conciencia.
Porque mientras haya jóvenes como David que planten cara al poder, que agarren el volante de un tractor en vez de esconderse detrás de una pantalla, aún queda algo por lo que luchar.
Descansa en paz, amigo. Aquí seguimos, con barro hasta las rodillas y la rabia bien alta.
Fco. A. Juan Mata (caballero templario)
