En política se suele confundir el don de la oratoria con la virtud de la inteligencia, cuando no con la honradez misma. Y lo bien cierto es que, de la oratoria, arte del bien hablar, a la charlatanería hay una débil línea divisoria que se difumina cuando es un político perillán el que la ostenta, trasluciendo tras su palabrería lo que no es más que demagogia barata de república bananera.
Aquellos políticos noveles que aspiran a gobernar, vuelcan todo su discurso en promesas. Su verbo es brillante, convincente, y al alcance del más cateto (los catetos no solo votan, sino que abundan más de lo deseable).
Se promete lo que haga falta, y lo que no también, después de todo prometer es gratis;ahora – eso sí – nunca explicando, calculadora en mano, cómo van a conseguir los fondos necesarios para llevar a cabo su programa electoral.
Porque hasta la fecha, el sistema que se propone para conseguir dichos fondos consiste en abrir la tripa a las gallinas de los huevos de oro, y sacarles hasta los intestinos. ¡Ya! ¿Y luego qué? Pan para hoy y hambre para mañana; seis meses de festín, y luego la despensa vacía, pero esta vez con el corral sin gallinas a las que destripar.
¿O es que acaso piensan que las gallinas de los huevos de oro tienen siete vidas, o que van a emigrar de otros países a nuestro corral después de ver el trato que hemos dado a sus hermanas? Como si las gallinas de los huevos de oro fueran gilipollas.
Repartir riqueza lo sabe hacer hasta el más tonto, pero crear riqueza…
Una vez agotada la riqueza, lo único que resta es pobreza, y ésta no se puede repartir, todo lo más, compartir evangélicamente.

