Copleston, con serenidad escolástica, lanza la pregunta que lo persigue: “Si todo lo que existe tiene una razón, ¿no es razonable preguntar cuál es la razón del universo?”
Russell, británico hasta la médula, lo corta en seco: “El universo… está ahí. Y punto.”
El principio de razón suficiente, formulado por Leibniz, parece de puro sentido común: “Para todo lo que existe, debe haber una razón suficiente que explique por qué es así y no de otra forma.”
Fácil de entender. Difícil de esquivar. Si un jarrón está roto, alguien lo tiró. Si llueve, hay un frente frío. Si el gato maúlla, o tiene hambre… o nos odia. Todo tiene un porqué.
Entonces, insiste Copleston: “Si todo lo demás tiene causa, ¿por qué el universo iba a ser la única excepción?”
Dos formas de mirar el abismo
En su célebre debate, Copleston aprieta el argumento:
Todo lo que vemos es contingente: podría no haber existido.
Sumar contingentes solo da… un conjunto contingente.
Por tanto, debe existir algo necesario, cuya razón de ser esté en sí mismo.
A eso, dice, lo llamamos Dios.
Russell no traga. Para él, pedir una causa del universo es un abuso del lenguaje. Las cosas dentro del universo tienen causas, sí, pero el conjunto no tiene por qué. Como preguntar cuál es “el norte del Polo Norte”.
El diálogo es un duelo a primera sangre, pero con guantes de terciopelo.
Leibniz, el gran ausente
Aunque Copleston no lo nombre, todo su razonamiento descansa en Leibniz. Para el filósofo alemán, aceptar que el universo “está ahí” y punto nos deja con un “hecho bruto”, algo que existe sin explicación. Para Leibniz, eso era inaceptable:
“La única forma de escapar al absurdo es admitir un ser necesario cuya esencia sea existir.”
El universo podría no haber sido, y sin embargo es. Esa simple constatación incomoda tanto como fascina.
La ciencia complica, no resuelve
La física moderna parece tomar partido, pero no ayuda. El Big Bang da munición a Copleston: si el universo tuvo comienzo, es contingente. Pero la mecánica cuántica sonríe a Russell: quizá las leyes se bastan a sí mismas, sin necesidad de una causa primera.
El enigma no se resuelve. Solo se ramifica.
Aquí entra Montaigne
Quizá ambos, Copleston y Russell, caen en la misma trampa: suponen que debe existir una respuesta definitiva. Montaigne, escéptico sereno, se colaría aquí para recordarnos:
“El mayor enemigo de la verdad no es la mentira, sino la ilusión de saber la verdad.”
Para él, vivir no es conquistar certezas, sino aprender a convivir con las dudas. Cambiar, adaptarse, observar y dudar no es rendirse: es crecer. En un mundo que lo mide, lo planifica y lo etiqueta todo, Montaigne se atreve a insinuar que vivir sin certezas también es vivir bien.
Quizá la gran pregunta —“¿por qué hay algo y no más bien nada?”— no esté hecha para ser respondida, sino para recordarnos quiénes somos: criaturas limitadas que buscan sentido, aunque nunca lo encuentren del todo.
Entre la razón y la fe
Llegados aquí, cada uno se refugia donde puede. Algunos encuentran consuelo en la ciencia; otros, en la pura aceptación del azar. Y hay quienes, sin necesidad de demostrar nada, hallan un sosiego íntimo en sentir —aunque sea en silencio— que hay algo mayor sosteniéndolo todo.
La fe no es una demostración; es una brújula interior. No da respuestas definitivas, pero amansa el vértigo. No elimina el misterio, lo habita. Y eso, cuando el suelo parece abrirse bajo los pies, ya es bastante.
El viejo enigma que no se calla
Podemos reírnos del salto de fe de Copleston o dar la razón a Russell y su pragmatismo implacable. Pero da igual: la pregunta sigue ahí, obstinada, como una herida que no cicatriza. ¿Por qué hay algo y no la nada?
Tal vez el problema no sea la incertidumbre, sino nuestra obsesión por eliminarla. Quizá el misterio no se resuelve: nos invita a vivirlo. Y, ante esto, cada uno responde como puede, algunos creen oír el nombre de Dios; otros, el eco del azar. Y unos pocos simplemente escuchan el murmullo del asombro.
Porque, al final, como escribió Montaigne: “Yo soy el tema de mi libro.”
¿Y usted? ¿Se ha dado permiso para escribir el suyo… en paz, con menos miedo y, tal vez, un poco más de fe?
Por hoy, lo dejamos aquí. Este viejo duelo de razones aún no ha dicho su última palabra. Seguiremos tirando del hilo… y, quién sabe si nos llevará al otoño.
