Existe en la Iglesia un problema de comunicación y de lenguaje: no se hace entender y/o no sabe llegar a la opinión pública mundial
(Gregorio Delgado, abogado).- No resultar difícil comprender por qué el Papa Francisco -al impulsar la actual reforma de la Iglesia- ha querido convocar un Sínodo extraordinario sobre la familia, que se celebrará del 5 al 19 de octubre de 2014 bajo el lema ‘Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la nueva evangelización’. La salud de la familia es esencial para el desarrollo normal de múltiples aspectos de la vida en la Iglesia y, por supuesto, en la sociedad.
Como ha ocurrido tantas veces, creo que se ha cometido el error de dar una impresión falsa sobre el mismo. Los agoreros de siempre han centrado el debate en la opinión pública y en el mismo interior de la Iglesia en torno a un aspecto muy parcial y limitado: la comunión de los divorciados vueltos a casar.
La simple lectura del Instrumento de trabajo, presentado en su momento por el Card. Baldisseri, es suficiente para percatarse de ello. Es obvio que los problemas de la familia en el mundo y en la Iglesia van mucho más allá. No obstante, es evidente, a mi entender, que, en el fondo, existe en la Iglesia un problema de comunicación y de lenguaje: no se hace entender y/o no sabe llegar a la opinión pública mundial.
«El principal problema que tenemos en la Iglesia a propósito de la familia no es el pequeño número de los divorciados recasados que desean acercarse a la comunión eucarística. El problema más grave que tenemos es el gran número de bautizados que se casan civilmente y el gran número de bautizados y casados sacramentalmente que no viven su matrimonio ni su vida matrimonial de acuerdo con la vida cristiana y las enseñanzas de la Iglesia», ha dicho el Card. Sebastián.
Comparto plenamente el anterior diagnóstico, que, por cierto, he manifestado en multitud de ocasiones. A partir de él, casi todo se entiende y explica. La sociedad actual -muy mayoritariamente- es una sociedad secularizada. El pueblo de Dios -aunque bautizado- pasa del sacramento del matrimonio (no le importa contraer civilmente) y, si lo contrae por la Iglesia, deja mucho que desear la motivación y el grado de compromiso con el que se acerca al mismo. El hombre actual no es propicio a prestar adhesiones incondicionadas, máxime si está en juego lo que él entiende su destino y felicidad.
Los verdaderos problemas -ya sé que esta dimensión ha sido, por desgracia, muy desatendida por la Iglesia- del matrimonio y la familia tienen que ver además de lo subrayado por el Cardenal español con la ausencia de valores humanos que define a la sociedad actual y con la falta de la madurez personal de los contrayentes para la convivencia. ¡Aquí le duele y mucho! Me temo que el ser humano ha perdido, a lo largo del tiempo, la centralidad misma de la vida humana, de la familia y de la sociedad. Su lugar lo ocupan otras cosas a cuyo servicio se pone el hombre mismo. Este objetivo (situar de nuevo al ser humano en el centro de la vida humana) debe ser primordial para todos, para los diversos poderes públicos, para los distintos grupos religiosos.
No se entiende por qué se ha descuidado esta dimensión en la Iglesia. No se entiende por qué no se baja de las alturas de lo sacramental y de la ética sexual al terreno llano del quehacer diario y se pone el acento -también la acción pastoral- en la dimensión humana del matrimonio y de la familia. Lo sacramental se sustenta y apoya en la realidad natural y humana. Si ésta no es capaz de pervivir maduramente por sí misma, todo se viene abajo. La capacidad para sumir el compromiso matrimonial y sacar adelante una familia reclama en sus componentes un acerbo de cualidades y virtudes humanas, que no se improvisan, que no siempre se detentan, que no siempre se valoran como es debido.
Este panorama personal y colectivo no se modifica con fundadas elucubraciones teológicas y pastorales. Han abundado siempre en la Iglesia. Quizás sería más práctico preguntarse por qué y cómo se ha llegado a la actual situación.
No me parece desechable -en esta línea de reflexión- que se añadiese una circunstancia más al principal problema de la Iglesia en torno a la familia. Me refiero a la respuesta y acogida que se ha venido dando y se da todavía en la actualidad a quienes, en el marco de fidelidad al esquema familiar de la Iglesia, se encuentran en dificultades para permanecer fieles al compromiso conyugal y para mantener en el tiempo la convivencia que conlleva.
La respuesta que espera y necesita el creyente -que acude a la Iglesia con problemas conyugales y/o familiares- va más allá del clásico recetario de moral sexual y de la utopía ofrecida de salvar el matrimonio.
A poco que se escuchase, sabría que su respuesta actual se interpreta -en la mayoría de los casos- como claro abandono, como dejar al fiel solo y a su suerte. Hay que acoger, escuchar, comprender, animar y ayudar. Algo que podrían realizar laicos casados y con experiencia de vida conyugal y familiar. ¿Por qué no se confía en ellos?