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“¿El matrimonio? ¡Quién sabe!”

Luis XIII… y medio

“¿El matrimonio? ¡Quién sabe!”

¿El matrimonio? Un misterio/que a dos, a la fuerza, doma/Ya te lo tomes a broma/o te lo tomes en serio/seas esposa o marido/¡En buen lío te has metido!

Pocos aspectos de la circunstancia humana han sido más debatidos que el matrimonio. Y continúa siéndolo. Por algo será.

El más antiguo documento en el que figura una boda, hasta ahora descubierto, tiene cuatro mil años de antigüedad, y procede de Mesopotamia. Se supone que el matrimonio apareció bastante antes, muy probablemente a partir del aumento espectacular de la población y el nacimiento de las ciudades.

Se trata de una institución más que contradictoria, lo que explica la controversia que ha suscitado a lo largo de esos, más o menos, catorce mil años de existencia. Y la que seguirá suscitando porque todo indica que va a ser imposible que se pueda llegar a algún  acuerdo.

Para empezar, mucho bueno debe de tener, puesto que se sigue practicando en la actualidad y son numerosas las personas que viven felices emparejadas.

Pero, por otra parte, es contrario a las Leyes de la Naturaleza, lo que, sin duda ha de plantear algún que otro problema; en efecto, la evolución exige que las hembras traigan al mundo el mayor número de hijos posible, preferiblemente, cada uno de ellos, de un padre diferente.

Así sucedió a lo largo de cientos de miles de años cuando nuestros antepasados no tenían la menor posibilidad de luchar contra esas Leyes. En efecto, en aquellos pequeños grupos que iban de aquí para allá, todos disfrutaban con todos. De hecho, la viuda del famoso astrónomo Carl Sagan, eminente antropóloga ella, asegura que aquellos antepasados, a los varones se refería, copulaban la friolera de ¡veintitantas veces al día! Imagino que las hembras lo harían en parecido número, porque si no, ¿con quién? Desde luego, que nuestra especie ha degenerado, parece algo indudable.

Tampoco está muy de acuerdo con la Naturaleza el hecho de que se emparejen de por vida, o casi, personas, las hembras, que, como mucho, pueden traer cada año un hijo al mundo, con varones capacitados para engendrar, en ese mismo plazo, unos cuantos centenares de retoños. La Naturaleza no es muy amiga del despilfarro. ¡Ya podrían, algunos, aprender de ella!

Por último, otra contradicción: según los antiguos griegos, todo tiene su opuesto.

También hoy sucede lo mismo: blanco/negro; verdadero/falso; bueno/malo; noche/día; Pedro Sánchez/Pedro Sánchez (en referencia a lo que promete, frente a lo que termina haciendo)

Pues bien, el matrimonio no tiene un contrario, sino ¡tres!

Son éstos, a falta de que aparezca alguno más, divorcio, soltería y adulterio.  Parece claro que no estamos tratando con algo fácil de entender. ¡Que se lo digan a tantos casados!

De lo mucho que se ha debatido sobre el matrimonio, y lo queda por debatir, pondré dos ejemplos.

Preguntado Sócrates, por el bobalicón de turno, qué era preferible, casarse o quedarse soltero, el filosofo respondió: “Da igual, hijo mío; te decidas por lo que te decidas, seguro que terminarás arrepintiéndote”

O estos versos del insigne Campoamor: “Por burlarse, tal vez, de lo que es santo/creo que fue el demonio/quien llamó al matrimonio/”la dulce institución del desencanto”

Por fortuna cuento con la amistad de un antiguo piloto. Para que se hagan una idea, como Comandante de Iberia, y a bordo de diversos aparatos, cruzó el Atlántico ¡más de mil doscientas veces! Y sin caerse al agua una sola de ellas, lo que todavía tiene más mérito.

Este héroe audaz, antiguo compañero del Colegio, guarda en su memoria cientos de anécdotas. Sumado a su envidiable habilidad para contarlas, para suscitar el interés de cuántos le escuchamos encantados, entenderán ustedes lo solicitados que son estos relatos en cada una de nuestras periódicas reuniones.

El último que nos contó, además de venir a cuento, tiene mucha miga.

Sucedió hace como treinta años. Mi amigo pilotaba un vuelo París/Barcelona; entre los viajeros se encontraba un cincuentón matrimonio alemán. Sea porque al hombre le dio un infarto y se atragantó con la comida, sea porque se atragantó y, por la angustia, sufrió un infarto, el caso es que murió de repente.

El piloto ordenó que se colocara el cadáver, en posición tal, que simulara estar dormido; tapado con una manta, para no alarmar al pasaje.

Pero lo mejor fue la frase con que la recientísima viuda  obsequió a mi amigo: “¿Qué voy a hacer ahora? ¡Teníamos alquilado por quince días un apartamento en la playa!”

Admite varias interpretaciones, todas sabrosas, que responden a otras tantas versiones del matrimonio.

Primera: “¿Será mala pata? Que me haya dejado viuda, qué le vamos a hacer, alguna vez tenía que pasar; ¡pero, encima,  quedarme sin vacaciones!”

Segunda: “¿Qué me aconseja, Comandante? Porque si me quedo junto a mi marido, entre al papeleo, el traslado del cadáver y el entierro… ¡adiós a la playa! ¿Qué le parece que debo hacer?”

Tercera: “Ya podía haber elegido otro momento para morirse. ¡Justo ahora, en plenas vacaciones!”

Cuarta: “¡Qué desgraciada soy! ¡Con lo muchísimo que nos queríamos! ¿Cree usted que, como ya no podremos ir a la playa, me devolverán el dinero del alquiler?”

Podría seguir, pero con estas cuatro, creo haber dejado suficientemente claro lo complejo que es eso del matrimonio. Y las muchas interpretaciones que de él cabe hacerse.

Actualmente, todavía lo tenemos más complicado. Los divorcios han aumentado considerablemente; los emparejamientos sin pasar por la vicaría o el juzgado, no digamos; las uniones legalizadas pero compuestas por dos hombres o dos mujeres, están también a la orden del día. El colmo del esperpento lo ha logrado una mujer ¡que se ha casado consigo misma! Desde luego, no va a faltar amor en ese matrimonio; y parece poco probable que en él se produzca un divorcio.

Una vez ha quedado clara la complejidad del  matrimonio, parece conveniente finalizar con un intento de  adivinar lo que le espera en los próximos siglos.

Según el camino que llevamos, lo más probable va a ser que el día de mañana tengamos una multitud de mujeres, varias veces divorciadas, que se dedicarán en exclusiva a cuidar de sus hijos; los correspondientes padres se matarán a trabajar para mantener adecuadamente a unas y a otros.

Lo que, lisa y llanamente, significará que la Naturaleza, como de costumbre, habrá terminado por imponer sus siempre implacables Leyes.

O sea, volveremos a los tiempos de la Edad de Piedra, pero ahora con frigorífico, aire acondicionado, Internet y televisión. Pero lo principal, calcadito. ¡Buena es Mamá Naturaleza!

Y es que, todo intento de contradecir sus sapientísimos designios, terminará, sin excepciones, pagándose muy caro.

¡Y luego habrá quien hable de las excelencias de la modernidad!

Porque más antigua que la Edad de Piedra…

Hacia la que nos estamos encaminando a no muy escasa velocidad y no sólo en lo que concierne a las relaciones de pareja.

Que esa es otra.

Y es que hay especies que no aprenden. Ni a palos. Y eso que llevamos encima unos cuántos.

 

Luis XIII… y medio

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