Introducción: el camuflaje ideológico del lenguaje
Vivimos bajo una nueva forma de censura: la del eufemismo obligatorio, la del sentimentalismo tóxico y la de la hipersensibilidad programada. El progresismo contemporáneo, convertido en una suerte de religión laica, ha declarado la guerra a las palabras que no encajan en su cosmovisión blanda, emocional y falsa. Así, ha tomado el lenguaje no como instrumento de descripción de la realidad, sino como un campo de batalla simbólica, donde imponer sus dogmas bajo el disfraz de compasión.
Se elimina toda palabra que resulte incómoda, toda expresión que remita a una carencia o a una verdad no asimilable por la sensibilidad dominante. En nombre de la «inclusión», se excluye la verdad. En nombre de la «dignidad», se oculta la realidad. Y en nombre del «progreso», se vacía el lenguaje.
Gatopardismo constitucional: cambiar palabras para que todo siga igual
Un ejemplo paradigmático de esta impostura lo encontramos en la reciente reforma del artículo 49 de la Constitución Española. Mientras el Estado se descompone institucionalmente —con el Consejo General del Poder Judicial semibloqueado y controlado por PP y PSOE, el Tribunal Constitucional convertido en un órgano partidista, el Tribunal de Cuentas domesticado y el Defensor del Pueblo repartido como un botín entre partidos—, los grandes partidos, en aparente confrontación permanente, logran ponerse de acuerdo en algo: eliminar las palabras «disminuido» y «minusválido».
¿Resultado? Nada cambia en la vida de los afectados, pero se proclama una victoria moral. Gatopardismo puro: cambiar el nombre para que no cambie la cosa. Se pretende así hacernos creer que las mermas físicas o neurosensoriales desaparecen si dejamos de nombrarlas. Pero la sordera, la invalidez, la ceguera, no se curan con perífrasis ni galicismos edulcorados. Se siguen sufriendo, aunque se camuflen con tecnicismos vacíos como «discapacidad» o «diversidad funcional».
Prohibido ser enano: cuando la libertad molesta al progresismo
El caso de los enanos es aún más elocuente. En su afán por proteger a quienes no se lo han pedido, las autoridades «inclusivas» han iniciado una cruzada para impedir que los enanos trabajen como enanos. No importa que ellos quieran. No importa que lo necesiten. No importa que lo defiendan. El Estado sentimental sabe mejor que tú lo que te conviene. Así que se prohíben espectáculos, se impide que ejerzan libremente su oficio y se les margina con la excusa de «no cosificarlos».
Se trata, una vez más, de negar la voluntad individual y sustituirla por el paternalismo del burócrata moral. No se respeta la dignidad del enano que quiere trabajar, sino que se le relega a la inactividad subsidiada. Porque el progresismo ya no defiende la libertad de todos, sino la tutela de minorías simbólicas bajo el relato oficial de la sensibilidad fabricada.
Sordos sí, pero sólo si forman una comunidad identitaria
El recochineo con los sordos es otro ejemplo sangrante. A quienes sufrimos sordera —alrededor del 3% de la población española— se nos pregunta continuamente si «escuchamos». Como si escuchar y oír fueran sinónimos. Como si se ignorara que oír es fisiológico y escuchar es voluntario. Yo no oigo como tú, pero escucho mejor que tú, porque pongo atención. Porque quiero entender. Porque no doy por supuesta la comunicación.
Pero esto no entra en los esquemas de la corrección política. Ahora ya no somos simplemente sordos: somos miembros de la «comunidad sorda», con idioma propio, con «señas de identidad» culturales, con activistas subvencionados que hablan por nosotros. Se nos mete en el saco del identitarismo, no como personas reales, sino como fichas útiles en el relato emocional del Estado sentimental.
Contra el exterminio semántico: minusválido no es un insulto
La persecución de palabras como «minusválido», «inválido», «disminuido» o «mermado» se presenta como una conquista de la sensibilidad. Pero en realidad es una forma de censura posmoderna. Estas palabras no insultan: describen. No degradan: constatan. No excluyen: nombran.
Y lo más grave es que esta guerra semántica esconde otra mucho más brutal: la de la eliminación física de quienes no encajan en el molde. Hoy, el 90% de los fetos diagnosticados con síndrome de Down son abortados. En nombre de la autonomía reproductiva, se consuma una selección eugenésica silenciosa. Se destruye al diferente, pero eso sí, con lenguaje inclusivo. No se dice minusválido: se le elimina antes de que nazca.
Esto no es nuevo. En Esparta, los niños con malformaciones eran despeñados en el monte Taigeto. Hoy se les suprime con técnicas médicas y se celebra como un triunfo del progreso. El crimen ya no es matar, sino nombrar mal. Ya no se tolera la existencia de lo imperfecto. Se oculta o se aniquila, pero con palabras suaves y políticas de «cuidados».
El sentimentalismo tóxico: pegamento del nuevo totalitarismo
Toda esta maquinaria no sería posible sin el sentimentalismo tóxico, que ha colonizado todas las instituciones: la escuela, la universidad, los medios de comunicación, los partidos políticos y hasta los tribunales.
El sentimentalismo tóxico anula el pensamiento crítico, sustituye el argumento por la lágrima, el dato por el testimonio lacrimógeno, la verdad por la emoción. Nos gobiernan emociones prefabricadas: se legisla desde el trauma, se adoctrina desde la susceptibilidad y se censura desde la ofensa. Se enseña a sentir, no a pensar. Se premia la herida, no la superación.
Ya no importa si una idea es verdadera: importa si molesta. Ya no importa si una palabra es precisa: importa si hiere. Y como todo el mundo quiere evitar ser señalado como «insensible», el resultado es una sociedad de mentirosos institucionales, que repiten fórmulas políticamente correctas mientras desprecian la realidad que esas fórmulas intentan esconder.
Conclusión: Nombrar es resistir
Nombrar las cosas como son se ha convertido en un acto de rebeldía. Decir «minusválido», «enano», «sordo», es rechazar la manipulación del lenguaje, es defender la verdad frente al sentimentalismo, es reivindicar el derecho a ver el mundo como es, no como la ideología progresista quiere que lo veamos.
Este ensayo no es una nostalgia reaccionaria. Es un grito de cordura. Porque la verdadera inclusión no se basa en ocultar la realidad, sino en afrontarla con respeto, dignidad y precisión. Porque la dignidad no nace del lenguaje, sino de la voluntad. Y porque no hay nada más ofensivo que el intento de protegernos de nosotros mismos.
Yo no oigo como tú, pero te escucho mejor que tú a mí. Porque yo sí quiero entender.
