Para el BCE, una institución independiente en teoría, debería ser evidente que esta escalada de gastos financieros invalida cualquier esfuerzo de contención del déficit y elimina cualquier posibilidad de recuperación a medio plazo
La situación económica de España atraviesa uno de los momentos más críticos de su historia.
Los desequilibrios financieros y productivos acumulados a lo largo de una década han terminado por estallar en forma de una tasa de paro desbocada y de una deuda cada día más difícil de refinanciar en los mercados.
Este 20 de julio de 2012, nuestra prima de riesgo alcanzó su máximo histórico desde la entrada de España en la zona del euro: 612 puntos básicos.
Las dificultades del momento afectan no sólo al Gobierno de España, sino al conjunto de las Administraciones Públicas, familias y empresas.
También este viernes, mientras los inversores nacionales y extranjeros exigían tipos de interés récord para aceptar adquirir los pasivos del Gobierno central, el Ejecutivo autonómico valenciano solicitaba formalmente su rescate al Ministerio de Hacienda y el Ibex se desplomaba más de un 5% hasta caer a uno de los niveles más bajos de los últimos 15 años.
Cataluña, Castilla-La Mancha, Murcia, Baleares, Canarias y Andalucía afrontan vencimientos graves los próximos meses y estudian seguir los pasos de la Comunidad Valenciana.
De poco ha servido que Rajoy sacara adelante su ajuste de 65.000 millones en tres años y que Bruselas aprobara el rescate a la Banca.
Al fin y al cabo, incluso en estos asuntos, que parecen firmes, siguen pesando demasiadas incertidumbres.
Por un lado, no está ni mucho menos claro que los recortes de Rajoy, concentrados extraordinariamente en subidas de impuestos que deprimirán mucho más la actividad en el sector privado, consigan reducir todo el importe prometido por el Gobierno (sobre todo con unas autonomías poco o nada comprometidas con la consolidación presupuestaria).
Tampoco está claro, por otro, que España no vaya a terminar respondiendo, de un modo u otro, del rescate de sus ruinosos bancos.
Es decir, de los dos grandes caballos de batalla que ha liderado el Gobierno popular durante el último mes para tratar de restablecer la maltrecha solvencia del Reino de España, los dos han resultado medio fallidos hasta la fecha.
Así las cosas, parece inexorable que Mariano Rajoy se replantee su estrategia implementada hasta la fecha, basada demasiado en el aumento de impuestos y demasiado poco en la reducción de gastos.
Hay que eliminar asesores, cerrar empresas públicas, recortar parlamentos y consejos de administración, exigir a las grandes empresas una aportación generosa a las arcas del estado y adoptar todo un rosario de medidas para aligerar de ‘grasa’ a la Administración.
Si no se responde con rapidez, valentía y energía a los retos planteados, el escenario que hasta la fecha parecía impensable, la intervención exterior total, podría materializarse en una dura realidad como la que han sufrido Grecia, Portugal o Irlanda.
Rescate, la palabra que el Gobierno no quiere oír ni pronunciar, retumba cada vez más. El Eurogrupo concedió ayer el rescate para recapitalizar la banca, pero los mercados apuestan cada vez más claramente que España necesitará un rescate total.
El Gobierno no ha parado de hacer cosas y de tomar medidas, pero su renuencia a tomar decisiones todavía más firmes y contundentes podrían llevarnos a que desde fuera nos impusieran aquellas medidas que no nos atrevemos a tomar dentro.
Aunque muchos puedan considerar la intervención como un escenario deseable, tengamos presente que el objetivo prioritario de nuestros acreedores no sería efectuar las reformas para que España prospere del mejor modo imaginable en el largo plazo, sino simple y llanamente cobrar sus deudas exprimiendo la economía.
De ahí que resulte prioritario que seamos nosotros quienes tomemos las medidas que verdaderamente nos permitirán amortizar nuestras deudas, reducir nuestros impuestos y crecer de manera sana.
Revisemos, pues, todo lo que hemos hecho mal y volvamos al abecé de las reformas pendientes: reducir el gasto, liberalizar mercados y revertir las subidas de impuestos. Y todo ello, mientras Mariano Rajoy prosigue e intensifica su labor en Europa, sobre todo frente a la todopoderosa y exigente Angela Merkel.
Sin todo ello, la salida se vuelve cada vez más complicada.
Y dicho esto, el BCE cometerá un gravísimo error si se presta al juego de condicionar su intervención a la mejora temporal de las condiciones de estabilidad en España, porque quizá no disponga de margen temporal para aplicar con eficacia esa intervención y porque no se puede esperar que los ciudadanos acepten los recortes anunciados y los que necesariamente habrán de venir sin expectativa alguna de salida de la crisis.
Para el BCE, una institución independiente en teoría, debería ser evidente que esta escalada de gastos financieros invalida cualquier esfuerzo de contención del déficit y elimina cualquier posibilidad de recuperación a medio plazo.
Esa es la razón principal que exige una intervención del banco. La razón excepcional, crítica, es que los mercados de deuda no reaccionan a los anuncios de ajuste económico y condenan a un país a una situación extrema.
Alemania, la Comisión Europea y el BCE ya no pueden esconderse detrás de tácticas de coacción para imponer medidas drásticas de austeridad; ya están tomadas, seguramente habrá que decidir otras nuevas; pero, desgraciadamente, no calman a los mercados.
