(PD).- No hay tregua. La tensión centrífuga que se ha apoderado de la política española no concede un instante de pausa ante la pasividad de un Gobierno que desconoce o soslaya su responsabilidad sobre la estructura del Estado.
No sólo eso: parece como si el zapaterismo se sintiese obligado a alentar siempre un cierto grado de presión sobre las costuras del sistema constitucional. Y cuando consigue abrir en el País Vasco un resquicio a la esperanza frenando la deriva secesionista, permite que Cataluña demarre hacia un programa lingüístico y educativo excluyente que supone de hecho la abolición de la Carta Magna.
Explica Ignacio Camacho en ABC que el presidente siempre tiene un problema para cada solución; es su Partido Socialista -llámese como se llame en cada territorio- el mismo que descabalga a Ibarretxe en Vitoria mientras aplica sus tesis soberanistas en Barcelona en un temerario ejercicio de vasos comunicantes.
Es el marco jurídico, más que la cuestión del idioma, lo que está en solfa bajo la nueva ley educativa catalana.
El castellano no corre peligro en Cataluña, aunque a algunos ya les gustaría que así fuese, pero sí la prevalencia de la ley fundamental que preserva la igualdad de los españoles bajo un sistema de derechos y obligaciones comunes.
Y ello sucede porque Zapatero no mueve un músculo para impedir el delirio de una clase política dispuesta a consagrar por las bravas la existencia no ya de una nación sino de un Estado dentro del Estado.
Y porque el Tribunal Constitucional lleva tres años incurriendo en clamorosa, inmoral dejación de responsabilidades, bloqueado por su propia dependencia política en un escandaloso y cobarde silencio que abre paso a la interpretación a conveniencia de parte de un Estatuto demencial pendiente de convalidación jurídica.
La dirigencia catalana ha emprendido la vía hacia la bilateralidad y el soberanismo porque no encuentra ningún freno en esa carrera. Ni el TC ejerce su función ni Zapatero su liderazgo.
Montilla, un gobernante charnego aliado con independentistas radicales, parece preso de un complejo de inferioridad ante el nacionalismo que le empuja a competir con él hasta sobrepasarlo.
Pero la responsabilidad de esta fractura a través de hechos consumados no está tanto en quien la promueve como en quien la consiente.
La popularidad del presidente entre el electorado catalán se basa en esa frívola complacencia ante el atropello a la Constitución que por dos veces ha prometido defender y cumplir.
Y no tiene sentido respaldarla en el País Vasco -por cierto, ¿por qué no fue a la toma de posesión de Patxi López?- mientras permite su simétrica deconstrucción en Cataluña. A menos que la agenda real del socialismo sea, retórica aparte, similar en un sitio y en otro.