La ofensiva de Estados Unidos contra el régimen de Nicolás Maduro ha entrado en una fase inédita y peligrosa. En las últimas semanas, la administración de Donald Trump ordenó la intercepción y confiscación de varios buques petroleros que transportaban crudo venezolano, en el marco de un bloqueo marítimo de facto destinado a asfixiar financieramente a la dictadura chavista.
El propio Trump fue más allá al declarar públicamente que Estados Unidos “se quedará” con el petróleo incautado, una afirmación que, aunque dirigida contra Maduro, abre un debate de fondo que incomoda incluso a los sectores más críticos del chavismo: ¿puede una potencia extranjera apropiarse del principal recurso de una nación sometida a una dictadura?
Un golpe al régimen… pero también al patrimonio nacional
No hay duda de que el régimen venezolano ha utilizado el petróleo como instrumento de corrupción, represión y financiamiento ilícito, desviando recursos hacia redes criminales, alianzas con actores autoritarios y estructuras vinculadas al narcotráfico internacional. Washington sostiene que estas exportaciones sirven para sostener lo que define como un “régimen narcoterrorista”, y que el bloqueo busca cortar esa fuente de ingresos.
Sin embargo, el crudo interceptado no pertenece a Nicolás Maduro ni a su cúpula, sino al pueblo venezolano, empobrecido tras años de saqueo sistemático. La decisión de Estados Unidos de no devolver el petróleo ni ofrecer un mecanismo transparente de resguardo o restitución futura plantea un serio dilema jurídico, político y moral.
Castigar a la dictadura no puede convertirse en una nueva forma de despojo del patrimonio nacional, ni legitimar que terceros decidan unilateralmente sobre activos que deberán ser fundamentales para la reconstrucción de una Venezuela democrática.
Rusia entra en escena y eleva la confrontación
La reacción internacional no se hizo esperar. Rusia, a través de su cancillería, envió un mensaje directo a Washington, denunciando el bloqueo como una violación del derecho internacional y advirtiendo sobre “consecuencias” si continúan las incautaciones. Moscú, atrapado en una guerra estancada en Ucrania y necesitado de aliados energéticos, ve en Venezuela una pieza estratégica frente a Estados Unidos.
Maduro, por su parte, ha profundizado su dependencia de Rusia y China, intentando presentar el cerco petrolero como una agresión imperialista, pese a que fue su propio régimen el que destruyó PDVSA, hipotecó el país y convirtió el petróleo en botín de mafias políticas y militares.
Presión máxima sin hoja de ruta democrática
La estrategia de Washington muestra fuerza, pero también carece de una hoja de ruta clara para el día después. Interceptar buques, confiscar crudo y anunciar que no será devuelto puede debilitar financieramente al régimen, pero no garantiza ni transición democrática ni protección efectiva de los activos nacionales venezolanos.
Sin un esquema internacional transparente que asegure que esos recursos serán resguardados para una futura Venezuela libre, la política estadounidense corre el riesgo de alimentar la narrativa chavista y de generar desconfianza incluso entre quienes luchan contra la dictadura.
Entre la dictadura y el vacío legal
Venezuela se encuentra, una vez más, atrapada entre dos fuegos: un régimen criminal que saquea sin pudor y una presión externa que, aunque legítima en su objetivo político, avanza sobre bienes que no le pertenecen.
La verdad incómoda es doble:
Maduro no puede seguir usando el petróleo como caja negra del autoritarismo.
Pero ninguna potencia extranjera puede adjudicarse el derecho de quedarse con un recurso que pertenece a una nación sometida y empobrecida.
Si el objetivo real es la democracia, la presión internacional deberá ir acompañada de garantías claras, legales y verificables de restitución, porque el petróleo de Venezuela no es del régimen, pero tampoco es botín de guerra. Es —y debe seguir siendo— del pueblo venezolano.
