El pasado 23 de julio publiqué en este mismo espacio un artículo titulado «El día en que un Papa calló a un ateo de salón: La sorprendente lección de León XIV». El texto narraba un supuesto debate entre el Papa León XIV y el físico, Valerio Rossi, cargado de frases contundentes y argumentos inspiradores en defensa de la fe, la ética y la dignidad humana frente a una visión puramente materialista del mundo.
Hoy, y con pesar, debo reconocer públicamente que dicha historia no fue real.
A través del periódico que amablemente acoge mis columnas, he recibido la información de que todo ese relato fue una ficción generada mediante inteligencia artificial. Un vídeo viral, muy bien elaborado, disfrazó con verosimilitud lo que nunca sucedió.
En primer lugar, deseo pedir disculpas. Al periódico, por supuesto, por haber dado espacio a una historia no verificada. A los lectores, por haber contribuido —sin quererlo— a la difusión de una noticia falsa. Y también, al profesor Valerio Rossi, y al propio Papa León XIV, por haberlos involucrado en una escena imaginaria. Porque, aunque las intenciones fueran buenas, la falta de rigor nunca deja de ser un problema.
Dicho esto, me parece justo detenerme un momento a reflexionar sobre qué me llevó a escribir aquel artículo.
No fue el morbo de un “duelo” intelectual. Ni siquiera la supuesta victoria de la fe sobre la arrogancia. Fue algo mucho más sencillo: los argumentos. Aquellas frases, aun sabiendo ahora que fueron puestas en boca de un Papa digital y un científico ateo, contenían una carga de sentido común, lucidez y humanidad que siguen resonando en mí.
Frases como “Confunde al autor de la obra con uno de sus personajes” o “La ciencia sin ética es una sierra eléctrica en manos de un niño” no necesitan una fuente real para ser reconocidas como valiosas. Me atraparon no porque estuvieran firmadas por un Papa, sino porque señalaban algo que a muchos nos preocupa: el desarraigo de los grandes avances técnicos respecto a sus fundamentos éticos. La idea de que el progreso sin propósito es un tren sin destino, o que hay preguntas —las más importantes— que ningún algoritmo podrá responder, no es una defensa dogmática de la fe, sino una llamada al equilibrio, al sentido y a la humildad.
Incluso me sorprendió que fuera precisamente una inteligencia artificial —esa misma que generó el falso debate— la que, sin quererlo, pusiera en circulación reflexiones que nos devuelven a lo más humano: el perdón, la dignidad, el límite, el misterio.
No deja de ser paradójico: una mentira generada por máquinas que, sin embargo, nos obliga a pensar en verdades muy humanas.
Esto no excusa el error. Pero tal vez lo explica. Porque me pregunto —con esperanza— si no será posible que, en esta nueva etapa de la historia en la que las inteligencias artificiales escriben discursos, imitan voces e incluso crean falsos debates del Papa, surjan también nuevas herramientas que nos ayuden a redescubrir preguntas antiguas: ¿Quiénes somos? ¿Qué significa el bien? ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Hay un sentido último al que nuestra razón debiera llamar Dios?
Los creyentes no tememos esas preguntas. Las abrazamos porque nuestro ser nos anima a hacerlo, incluso cuando no tengamos la respuesta. Por eso, aunque haya caído en el error de dar por cierta una fábula digital, sigo pensando que esos argumentos —aunque nacidos del cálculo y no del corazón— tienen el poder de iluminar. No porque sean infalibles, sino porque, con una sencillez que desarma, apelan a algo más profundo que la lógica o la estadística: el sentido.
Me rectifico, sí. Y pido disculpas. Pero también agradezco la oportunidad de haber aprendido —por las malas— una lección importante: que el entusiasmo no puede sustituir la verificación, y que incluso los espejismos pueden señalar caminos reales.
Gracias a quienes, con paciencia y rigor, ayudan a distinguir la verdad del espectáculo.
