Las formas, en la política y en la vida, son a veces más importantes que el fondo. La política española sigue semejando a veces a un patio de colegio: no hubo más que ver algunas actitudes en el comienzo solemne de la XII Legislatura, mientras el Rey soltaba un sonoro aldabonazo acerca del ‘desencanto’ que la trayectoria política de los últimos meses haya podido producir en la ciudadanía.
Y, sin embargo, lo importante, lo verdaderamente trascendente, no era lo que ocurría este jueves en la Cámara Baja, aunque algunos, en su ensimismamiento, no lo entiendan.
Las actitudes republicanas son perfectamente legítimas. Faltaría más. Personalmente, no las comparto, pero ello no obsta para que haga mía aquella célebre frase, creo que de Voltaire, según la cual «yo, que odio lo que usted dice, daría mi vida para que pueda usted seguir expresándolo libremente». Pero no hay más remedio que censurar desplantes y faltas de educación que ensombrecen no solo el panorama institucional (mucho más importante en la convivencia de lo que parece), sino las meras relaciones de las personas que nos representan.
La imagen de una diputada escuchando -o no*– de espaldas el discurso del jefe del Estado me resulta, por infantil, patética. Algunas cosas que me cuentan acerca de ciertas actitudes de diputados recién llegados ante formalismos obligados en el recinto parlamentario no me alarman: me entristecen.
El caso es que merecía la pena escuchar el contenido del discurso de Felipe VI. Es el futuro, mucho más que el parlamentario que, al fondo, sostenía, contra lo que dice el reglamento de la Cámara, una bandera republicana.
Claro que la enseña no es ilegal: lo que sí lo es mantener banderas o carteles no oficiales en el recinto parlamentario. Y, si alguno duda de que el futuro lo encarnan Felipe VI y la princesa de Asturias, que compruebe que fue, en la misma tarde del jueves, el jefe del Estado quien escuchó al presidente de la Generalitat sus cuitas y reivindicaciones acerca de lo mal que ‘España’ trata a Cataluña.
Es bueno que alguien, que representa lo cúspide de las instituciones, escuche tales lamentos que, victimistas o no, representan una parte del sentir de un sector, no sé si mayoritario, de los catalanes.
Y bien haría Mariano Rajoy apresurando de una vez ese encuentro, tan anunciando pero no concretado, con Puigdemont: ese diálogo -que ya no puede ser de oídos sordos y de lamentos sin más- tiene ya que producirse, una vez que nos hemos embarcado, les guste o no a Pablo Iglesias y a quienes, con perfecto derecho por lo demás, negaron el aplauso al Rey, en el barco de la normalidad.
Bastantes problemas tenemos ya, que nos vienen de fuera, como para crearlos ahora dentro. Quienes de veras han escrutado los ánimos que condujeron a la ‘cumbre’ de Berlín de este viernes, a la que afortunadamente fue invitado -normalidad, al fin normalidad…– el presidente del Gobierno español, entenderán la angustia que nos embarga a muchos tras el cambio brusco de era que supone la llegada de alguien como Donald Trump al sillón más poderoso del mundo.
¿Está, una vez dicho esto, el patio para andarse con juegos infantiles (que no de tronos), con egos que tratan de acaparar minutos de televisión, con populismos que no van más allá de la pataleta? Pues eso: que algunos acaso debieran meditar en manifestar sus ideas sobre la forma del Estado de una manera diferente, menos alterada.
Es el momento de la serenidad, de la reflexión y, como dijo el Rey, de la regeneración. No nos distraigan, por favor, con ruidos excesivos, ineficaces, que nos llevan a la melancolía, pasión estéril donde las haya.