La actitud prepotente y prometeica de los defensores del mito del progreso tecnocrático sin fin daña a la tierra
(Víctor Codina sj).- El núcleo central de la fe cristiana lo constituye el misterio pascual, es decir, la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret y la efusión del Espíritu sobre toda la creación. Teólogos latinoamericanos, singularmente Ignacio Ellacuría, han historizado este misterio pascual y lo extienden al pueblo crucificado, es decir a esta gran mayoría de la humanidad que vive explotada y marginada, víctima de los intereses de una minoría.
Este pueblo crucificado, misteriosamente identificado con Jesús, es como el siervo de Yahvé, portador de esperanza y de salvación. Se nos impone la tarea de bajar a los crucificados de la cruz.
Pero ¿no podemos extender y aplicar analógicamente la imagen de la crucifixión a la situación de nuestra tierra, una tierra explotada, desertificada, contaminada, deforestada, con cambio climático y efecto invernadero, con la biodiversidad destruida y los océanos convertidos en cementerios subacuáticos? ¿No es todo ello una crucifixión de nuestra madre tierra, realizada impunemente por una minoría de poderes fácticos de nuestro mundo?
Y aquí no se puede repetir como Jesús en la cruz que «no saben lo que hacen»: todos somos conscientes de que la actitud prepotente y prometeica de los defensores del mito del progreso tecnocrático sin fin, daña a la tierra. Y esto es un pecado contra Dios, como afirman los cristianos orientales, pues destruimos la creación y sometemos la tierra a nuestro capricho: la tierra gime en dolores de parto, un parto que resulta abortivo (Romano 8. 22).
Tampoco podemos ya en muchos casos «bajar de la cruz a los crucificados», pues ya llegamos tarde, son daños irreversibles: Dios perdona siempre, las personas a veces, pero la tierra nunca perdona. Habrá que esperar a los nuevos cielos y la nueva tierra de la nueva creación (Apocalipsis 21, 1).
Pero lo que sí podemos es frenar y detener la crucifixión y exclamar, como Mons. Romero, en nombre de Dios y del sufrido pueblo pobre: «cese la represión». Podemos y debemos, como nos exhorta la encíclica Laudato si, convertirnos a una ecología integral, cambiar de rumbo y de estilo de vida, reeducarnos a una vida más austera y sobria, más solidaria, que respete la creación y la cuide para las generaciones futuras.
Todavía estamos a tiempo de disminuir el CO 2, proteger el medio ambiente, buscar otras fuentes energéticas no fósiles, cuidar con cariño nuestra casa común, comenzar a vivir anticipadamente ya la nueva tierra y los nuevos cielos, transfigurar este mundo con la fuerza luminosa y la belleza del Espíritu del Resucitado. Y así poder cantar: «Alabado sea, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba».