Desde el Exilio

Miguel Font Rosell

La castidad, ¿una virtud?

 

Sinceramente, nunca lo he entendido. Esa manía, obsesión e intolerancia de algunos en considerar todo lo relacionado con la sexualidad como algo negativo y consecuentemente pensar que la castidad es una virtud a la que entregarse, me parece una solemne majadería.

Son muchas las definiciones dadas a la castidad. La RAE la entiende como: virtud de quien se abstiene de todo goce carnal. Otras definiciones nos hablan de renuncia a todo placer sexual o de comportamiento voluntario a la moderación y adecuada regulación de placeres o actos sexuales, y siempre entendiendo el término virtud como recto modo de proceder.

Distinguiendo entre ética y moral, las cosas sin embargo, ya no están tan claras. Considerando que la moral es algo no solo cambiante, sino distinta en su valoración en función del ámbito, época, lugar, confesión de que se trate o grupo que la proponga, pues no es lo mismo la moral católica que la musulmana, la profesional, deportiva, etc., si nos movemos en el campo de la ética, mucho mas universal y firme, considerando su principal base en el respeto a los derechos y libertades de los demás, la castidad como virtud pierde toda la fuerza que parecen darle ciertas concepciones morales bastante proclives a no respetar demasiado ni los derechos ni las libertades de los demás. De ahí que ciudadanos que nos movemos teniendo la ética como norte, sin importarnos demasiado las distintas moralidades al uso, lo de la castidad como virtud nos parece un anacronismo propio de fanatismos, creencias, e intolerancias de origen claramente machistas.

Del sexo no podemos decir que no sea ni bueno ni malo, ya que es intrínsecamente bueno por naturaleza, pues por el sexo se llega a la vida. Nadie ha llegado a ella sin un acto sexual entre sus padres, con penetración previa, con orgasmo y en la mayor parte de los casos con un consecuente placer, nadie a lo largo de la historia, salvo recientemente gracias a la ciencia, que ya permite la fecundación in Vitro, haciendo con ello factible la absurda y machista utopía perseguida por algunos de la concepción desde la virginidad.

Éticamente, la privación o restricción del sexo y del consiguiente placer que proporciona, solo tiene tintes positivos en aquellos casos que se practica faltando al derecho del prójimo (o prójima según se trate), en caso de violación o cualquier acto que no traiga consigo el mutuo y libre consentimiento. Si no es así, la castidad no tiene sentido ético alguno.

Otra cosa es para aquellos que se rijan en su proceder por distintos códigos morales que tengan entre sus normas positivas la propia castidad, de ahí que para algunos pueda tratarse de una virtud moral, aunque éticamente no tenga significado alguno, salvo para los casos indicados.

Así las cosas y sin que para mi la castidad suponga virtud alguna, he tratado de entenderla para quienes opinan de forma contraria y, la verdad, no encuentro ni una sola razón, creencias aparte, que me lleve a ello. Salvo para la prevención de enfermedades o de posibles embarazos no deseados, no se que mal se puede derivar de la práctica del sexo, ni por supuesto de su correspondiente gozo compartido, se comparta con una pareja estable (más amoroso), o entre dos personas atraídas por su práctica (más carnal).

En otros momentos de la historia en los que no existían los anticonceptivos y el riesgo de un embarazo no deseado podía tener grandes posibilidades de fructificar, la castidad podía tener un cierto sentido preventivo, por supuesto muy superior al actual, como por riesgo de enfermedades o de cualquier otro contratiempo que comprometiese la libertad o las consecuencias de la falta de cuidado sexual, pero hoy casi todos esos riesgos, gracias a la evolución científica, han perdido la mayor parte de su consideración.

La castidad, por otra parte, tiene en general un origen de imposición del hombre hacia la mujer, un origen claramente machista, de posesión, que culmina en la exigencia de virginidad, un anacronismo que no es otra cosa que la satisfacción machista de quien pretende romper el envoltorio del estreno de su gozoso regalo, del juguete del que nadie más ha podido gozar. Machismo en estado puro.

En materia religiosa, aun cuando en general se pueda pretender de la castidad la consideración de virtud, no siempre ha sido así, pues ha habido religiones en la antigüedad (orientales y africanas), que consideraban una virtud la práctica del sexo e incluso el proselitismo. ¿Cómo ha llegado hasta hoy el concepto de virtud asociado a la castidad en las religiones abrahámicas, sobre todo en el catolicismo, como rama del cristianismo más proclive a tal asociación, o del propio Islam, considerando además que en el judaísmo las cosas eran, y siguen siendo, radicalmente contrarias?

Si Jesús de Nazaret era judío, profesaba la religión judía, seguía las costumbres judías, predicaba exclusivamente para los judíos y nunca pretendió dejar de ser judío ni modificar las consideraciones del judaísmo hacia el sexo, ¿a que viene el giro copernicano en esta materia que pregona la religión católica?

Veamos que pensaban y siguen pensando los judíos con relación al sexo y a la castidad.

En el judaísmo no existe la vergüenza por el cuerpo, ni el Antiguo Testamento lanza prohibición alguna general sobre la sexualidad, sino solo sobre la homosexualidad masculina (no la femenina), el bestialismo y la sodomía. Por otra parte el judaísmo no otorga valor a la virginidad, ni a la castidad de los cónyuges, exigiendo al hombre dar placer a la mujer si esta lo solicita (no en sentido contrario, como en el Islam), pues aunque el placer deba ser compartido, la tradición judaica afirma que el placer de su mujer es la obligación moral del marido, ya que el hombre no debe considerar el acto sexual como algo repugnante, porque de ese modo blasfemamos a Dios. Cree el judaísmo que sin la energía de la lívido la civilización estaría agotada. ¿Qué bien hace el celibato a la conservación de la especie? ¿Cómo cortar la descendencia de quienes adoran a su Dios?

El ideal judío es el matrimonio, símbolo del hombre virtuoso, quien ha de dar a la mujer y para su Dios el mayor número de hijos que convenga, de manera que se considera la soltería una maldición, un desperdicio. Precisamente de ahí viene la teoría, tan extendida, de que Jesús, un judío cumplidor de la ley, y más en aquella época en la que tales consideraciones eran fundamentales en la sociedad judía, estuvo casado con María Magdalena (de la mayor parte de la vida de Jesús no se sabe absolutamente nada), algo que, por otra parte, no supone ningún mal.

Consideran además, que la castidad no es un estado agradable para un judío, tanto así, que la castidad perpetua es una aberración contra los designios del Eterno, aunque prohíben las relaciones sexuales fuera del matrimonio. “El goce, el deleite, el orgasmo, son buenos y deseables en tanto no sean el eje sobre el cual gira la vida de las personas”.

¿Qué pasó para que la Iglesia católica le diera la vuelta a su religión de origen, a su texto primigenio y al proceder normal de convivencia de su Dios hecho hombre?

El giro se inicia con Pablo (un misógino), el primero en darle la vuelta a todo y en inspirar la creación del llamado cristianismo, una nueva religión que poco a poco fue dando la espalda a sus orígenes, extendida a los gentiles en contra de las prácticas de Jesús y modificando actitudes, imponiendo mandatos, intransigiendo con nuevas percepciones, creando inventadas liturgias, burocratizándolo todo y masculinizando el poder hasta extremos absolutamente opuestos a los seguidos por el nazareno.

Otro punto de inflexión se empieza a imponer con la llegada de Constantino al poder, cuando la religión inicia su oficialización, y de pretender monopolizar el poder del más allá, pasa a compaginarlo con el del más acá. A partir de ahí y ya con una Iglesia jerarquizada, fuerte, machista, con poder terrenal y a cuya cúpula empiezan a llegar personajes de todo pelaje, con cierta regularidad muy ajenos a las enseñanzas del galileo, sino totalmente contrarias, el asunto va torciéndose cada vez más hasta llegar a puntos inverosímiles.

En el Concilio de Nicea (325) se establece ya el celibato para sacerdotes, obispos, etc., y poco después San Agustín, con anterioridad al año 400 aseguraba ya que la mujer era un mero objeto sexual. Posteriormente, en el Concilio de Efeso, en 431, pasados 4 siglos del nacimiento de Jesús, Celestino I instaura el dogma de la maternidad divina, y ya en 649, pasado 6 siglos y medio, la iglesia, en el Concilio de Letrán, por medio de Martín I, instaura el dogma de la virginidad perpetua, contradiciendo incluso a los evangelios cuando mencionan a los hermanos de Jesús, lo que incluso lleva al olvido de la primera iglesia de Jerusalén, comandada por Santiago el justo, uno de los hermanos de Jesús, anteponiendo con ello la demonización del sexo a sus propios textos sagrados, ya sean del Nuevo o del Antiguo Testamento.

Finalmente y por significar otro escalón de los muchos que nos han llevado hasta esa, a mi juicio, barbaridad en cuanto a la consideración que del sexo tiene la iglesia de Roma, y consecuentemente asignando valor a la castidad, llegamos a Inocencio III (1161-1216), uno de los personajes mas macabros de la historia del papado.

Llamado Lotario de Segni, decir que accede al papado con 36 años, que convoca el IV Concilio de Letrán en el que instaura una de las peores entidades creadas por el hombre, la llamada Santa Inquisición, al tiempo que afirma la plena soberanía de la Iglesia sobre el emperador, puesto que según su magisterio, el Imperio procede de la Iglesia, no solo en su origen, sino también en sus fines, mangoneando con ello todo el poder político de la Europa de entonces (¿dónde queda aquello de “mi reino no es de este mundo”?), organiza la cuarta y quinta cruzada a Tierra Santa (una carnicería), la fatal cruzada de los niños (una aberración), y la terrorífica cruzada albigense contra los cátaros (infinitamente mas próximos a Jesús que la Iglesia de entonces), a los que aniquiló tras quemar vivos a miles de ellos, arrasando pueblos y ciudades sin reparar en la identidad de los muertos “Matadlos a todos, que ya el Señor reconocerá a los suyos” o “Que todo católico quede facultado para perseguir a un cátaro y arrebatarle y apropiarse de todos sus bienes y tierras”.

Este reprimido pervertido, permitía la disolución del matrimonio si los órganos sexuales de las parejas no eran compatibles de acuerdo al tamaño de los mismos, asegurando además que la mujer concibe siempre con suciedad, pues el acto sexual es en si mismo tan vergonzoso que es intrínsecamente malo, declarando que “el Espíritu Santo se ausenta de una habitación cuando una pareja casada mantiene relaciones sexuales, incluso si lo hacen con la intención de reproducirse, pues el acto sexual avergüenza a Dios”, cuando el judaísmo, la religión de Jesús, aseguraba que por ahí se materializaba la presencia divina.

No obstante, tan habitual era entonces que los clérigos tuviesen concubinas, que los obispos acabaron por instaurar la llamada renta de putas, que era una cantidad de dinero que los sacerdotes le tenían que pagar a su obispo cada vez que trasgredían la ley del celibato. Y tan normal era tener amantes, que muchos obispos exigieron la renta de putas a todos los sacerdotes de su diócesis sin excepción; y a quienes defendían su pureza, se les obligaba a pagar también, ya que el obispo afirmaba que era imposible el no mantener relaciones sexuales de algún tipo, lo que la mayoría de ellos aseguraban por propia experiencia (sepulcros blanqueados).

En definitiva el vuelco a la consideración negativa sobre el sexo no procede de enseñanza alguna de Jesús de Nazaret, sino de buena parte de quienes a lo largo de la historia se han autotitulado sus sucesores, de auténticos reprimidos con poder para hacer y deshacer a su antojo, e incluso para llevar al redil a la inmensa mayoría de católicos que, salvo sobre los textos que les leen desde la oficialidad, no se preocupan lo más mínimo por informarse de nada más, ni quieren saber de nada que se oponga a las ordenes de quienes les pastorean, ya sean curas, monjas, opusimos o miembros de todas las fanáticas sectas internas, salpicando incluso con ello a esa inmensa mayoría silenciosa reprimida durante toda su existencia, destinataria de frustrantes mensajes de demonización de cualquier práctica sexual e inhibidos por su convencimiento del absurdo deber de la represión de su llamada corporal.

La castidad pues, que no responde a ningún criterio ético, ¿qué sentido tiene?

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Miguel Font Rosell

Licenciado en derecho, arquitecto técnico, marino mercante, agente de la propiedad inmobiliaria.

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