Desde el Exilio

Miguel Font Rosell

La España mágica…

 

Hace unos días, saltaba la noticia, acompañada de un video ilustrativo, en el que se veía la entera secuencia del derrumbe de una torre campanario de una iglesia en el pequeño pueblo leridano de Rosselló. La iglesia, conocida como de San Pedro, en la que se veneraba a la virgen del Pilar, patrona del pueblo, estaba bajo vigilancia al haber aparecido unas grietas sospechosas de consecuencias preocupantes, lo que hizo que el alcalde, el Sr. Abad, ordenase su desalojo al igual que el de los vecinos colindantes. Parte del pueblo, al parecer, preocupados por la posible catástrofe, rezaban fervorosamente encomendándose a Dios, a San Pedro, a la Virgen y a lo que fuera menester para que finalmente se produjera el milagro y el pueblo no fuera, por esa causa, portada de todos los telediarios. A pesar de tantos intermediarios, destinatarios de los rezos, supuestamente interesados al morar espiritualmente en el recinto en cuestión y cuidadores de la salud moral del personal, finalmente, por obra y gracia de algo mucho mas real, tangible y mundano como es la fuerza de la gravedad, tomó el camino que una mala cimentación, una falta de contrafuertes en la zona del campanario y unos materiales inadecuados para el peso a soportar, ayudado todo ello por algún temblor de los propios de la zona, le había augurado el Sr. Abad (¡que mejor apellido!) y que al parecer el destino le tenía reservado, con independencia además de intervención demoníaca alguna, como también se apuntó por parte de alguien como causa última de la catástrofe.

Conocido ya a estas alturas de la historia que no existen los milagros más que en algunas mentes empeñadas en hacer de su ignorancia una virtud, y que se trata simplemente, por demostraciones continuadas debidas a la ciencia, de fenómenos de los que quien los juzga desconoce la causa, volvemos a encontrarnos con la ingenua creencia en algunos del poder de la oración para resolver fenómenos físicos de evidente causa y efecto.

Hace unos días, releyendo el libro del matemático italiano y catedrático de Lógica en la Universidad de Turín, Piergiorgio Odifreddi, “Elogio de la impertinencia” (ciencia y matemáticas sobre los prejuicios de la política y la religión), me encuentro con lo siguiente: “las cifras del “fenómeno Lourdes”, un bussiness que, en ciento cincuenta años, ha llevado a la ciudadela de los Pirineos a un número impreciso, pero cercano a los trescientos millones de fieles, de los que al menos unos veinte millones eran enfermos de distinta gravedad, arrojan el resultado de que solo sesenta y seis han obtenido oficialmente el milagro de la curación, un porcentaje de uno sobre trescientos mil, claramente inferior al de las remisiones espontáneas de las enfermedades crónicas, cáncer incluido, que es de cerca de uno sobre diez mil. Dicho de otra manera, ¡los enfermos se curan milagrosamente, inexplicablemente, treinta veces más si se quedan en casa que si van a Lourdes!.”

Como es de suponer que la consecución del milagro ha de venir precedida de la oración correspondiente, en solicitud de que el benigno acontecimiento tenga lugar y consiga con ello mover a la correspondiente virgen, santo o similar a tal gracia, reservada a uno entre trescientos mil, sin que nadie sepa muy bien las virtudes del elegido para tal fin, veamos en que consiste la oración.

Orar, dicen los creyentes, es dialogar con Dios o ante quien pueda interceder ante él, ya sean santos, vírgenes, apóstoles, papas, difuntos, etc., para dar gracias, pedir algún favor, o simplemente en actitud contemplativa. Por otra parte, decía el catecismo del Padre Ripalda, que tuvimos que sufrir en nuestra infancia, que orar era levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes, lo que me recuerda a la interpretación que hacíamos algunos en el colegio sobre el particular, cuando el obispo de entonces, que fue vicario general castrense (así debían estar todos, que decía el saber popular), quien residía en un palacete en lo alto de la ciudad, bajaba a la misma al ejercicio de su cotidiana labor pastoral, no a lomos de un burrito, sino a bordo del mayor lujo de aquellos momentos del tardo franquismo de cutrerío y escasez, un impresionante “mercedes” conducido por un chofer al uso, signo del piadoso, constante y efectivo uso que de la oración llevaba a cabo el máximo representante de la iglesia en la plaza, pues lo del mercedes le fue concedido, evidentemente debido a su contrastada humildad, caridad cristiana, méritos indubitados y “temor de Dios” (algo que nunca entendí).

Ni que decir tiene que para un ateo, quien niega la existencia de dios alguno, o para un agnóstico, quien tiene la decencia y lucidez de reconocer que absolutamente nadie tiene ni la menor idea sobre el particular, la oración no tiene sentido alguno, ni menos efectividad, cosa que para un creyente resulta ser todo lo contrario, al menos teóricamente, aunque tampoco ninguno de ellos haya demostrado nunca seriamente su sentido práctico, ni en el más acá, ni por supuesto en un hipotético más allá.

Si como se deduce de su definición, orar es para un creyente pedirle a tu dios que te conceda algo, aplicando la lógica, incluso puede tratarse de una actitud contraria a la propia idea de dios que de su creencia se deduce, convirtiéndose en un pecado de soberbia o de menosprecio al Altísimo.

Veamos: los creyentes definen a su dios como un ser todopoderoso, omnipresente e infinitamente bueno, un padre protector que vela por nosotros y que mejor que nadie sabe lo que nos conviene en cada momento. Si es así, ¿que sentido tiene la oración para pedirle que modifique su actitud ante un designio suyo distinto a nuestros deseos?. Por otra parte, ¿tiene sentido un dios todopoderoso e infinitamente bueno que mantenga a un pobre parapléjico de por vida sufriendo en una silla de ruedas, o a un ciego porque un accidente natural le dejó sin vista, cuando cualquiera de nosotros, si tuviera tales poderes, le curaría sin duda alguna?. ¿De que vale la oración en esos casos? ¿Es preciso “levantar el corazón” a un dios para que cambie de actitud? Finalmente, si cambia de actitud y reconoce su error, ¿de que dios se trata?

¿Valieron para algo las oraciones de los vecinos del Rosselló para salvar a su iglesia? ¿Será la falta de efectividad “milegreira” de Lourdes, la reacción de ese dios ante la osadía de tantos en pedirle que modifique sus designios?

Por otra parte, si se trata de agradecer favores, ¿qué sentido tiene agradecer los alimentos recibidos cuando consiente que tantos se mueran literalmente de hambre diariamente en el mundo? ¿y pedir por quienes no tienen nada y se mueren en la miseria cuando él los mantiene en esa tesitura? ¿acaso no es un padre amantísimo que vela por el bien de todos, cuando ningún padre consentiría que su hijo se muriera de hambre, sobre todo si además fuese todopoderoso?

¿Puede alguien llegar a pensar que en un mundo lleno de miserias, injusticias, catástrofes e iniquidades existe un dios que todo lo controla, todopoderoso, e ¡infinitamente bueno!? ¿Se puede pensar que un creyente que sostiene haber sido creado a imagen y semejanza de su dios, dotado de inteligencia, razón y capacidad de pensar por si mismo, prescinda de tales atributos para entregarse a las mas alucinantes fantasías inventadas por quienes durante siglos han vivido y siguen viviendo, a pleno rendimiento, de tales contradicciones? ¿qué interés puede tener para alguien un dios que, cuando cuestionas estas inconsistencias, situaciones injustas, crueles destinos, o puntos de partida lamentables, te argumentan que “sus designios son inescrutables” o consecuencia del pecado, o efectos de la libertad que otorga a sus hijos?

Realmente, si el fanatismo o la inconsistencia mental tuvieran alguna vez un soplo de sentido común, de pensamiento y de uso de la lógica y la razón, o simplemente la valentía de decir ¡basta! a tanto lavado de cerebro, ¿acaso no admitirían que todo esto no tiene el menor sentido?

La torre del campanario de la iglesia de Rosselló se cayó por fatiga estructural, porque no resistió más, por un fenómeno natural de gravedad, pesos, empujes laterales, mala cimentación, falta de contrafuertes, acumulación de movimientos telúricos, etc. sin intervención demoníaca alguna para su derrumbe, ni divina para su milagrosa permanencia.

En materia científica no existen milagros, así no hay demonios que derriben sólidas estructuras, ni dioses que soporten ruinas evidentes, por mucha España ancestral de sotana y tente tieso que siga viendo designios divinos o zancadillas del maligno en donde no hay otra cosa que pura física aplicada. La España mágica…

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Miguel Font Rosell

Licenciado en derecho, arquitecto técnico, marino mercante, agente de la propiedad inmobiliaria.

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