Es algo cada vez más generalizado, sobre todo entre los más jóvenes (para mí, lo más preocupante). Basta con escuchar ciertas conversaciones de la calle o leer determinados artículos de prensa que tratan sobre el tema para comprobar que la sensación predominante es que “la Transición española ha fracasado”. Así, unos echan la culpa “al desfalco de las autonomías”, que, en su opinión, “nos han dejado una España fragmentada y falsamente vertebrada en condiciones de igualdad”, por lo que ha acabado siendo “el germen de los nacionalismos”. Para otros, directamente, supuso “la amnistía a los criminales del franquismo”, anquilosando la “impunidad de las élites de la dictadura”. A mis 31 años, como me ocurre en muchos otros aspectos, tengo una enorme nostalgia hacia lo que no viví. Porque si algo tengo claro es que estoy infinitamente agradecido a los artífices de la Transición.
No voy a exponer un sinfín de datos para demostrar su indudable éxito. Basta con recordar que la Transición, en apenas tres años, entre 1976 y 1978, consolidó su único gran objetivo: poner en marcha una democracia real como jamás se ha conocido en toda la historia de España. En ese escaso tiempo, todos los partidos eran legales, las libertades ciudadanas y colectivas eran plenas y, fruto de unas elecciones auténticas a través del sufragio universal, se configuró un Parlamento que, desde el consenso entre todos, impulsó una Constitución que recogió los principios esenciales y comunes para la amplia mayoría de la sociedad. Nadie dice que fuera fácil, pero este proceso fue auténticamente revolucionario y es tenido como un referente internacional hasta el día de hoy, tanto por el poco tiempo en que se produjo como por desarrollarse a través de la participación activa de la gran masa social.
En definitiva, la Transición nació y murió en apenas tres años (como mucho, si nos empeñamos, podemos ampliar el periodo hasta 1982, cuando se produjo la alternancia pacífica hacia la izquierda con la clamorosa victoria electoral del PSOE). Un tiempo en el que nos dimos un sistema y unas reglas de juego; esto es, la monarquía parlamentaria; esto es, la democracia. ¿De quién es la culpa, para bien y para mal, de todo lo que vino después? De los políticos, los grupos de poder, los medios de comunicación, los banqueros, los jueces… Del conjunto de la sociedad. ¿Hemos aprovechado la democracia o, por el contrario, la hemos pervertido y hemos dejado que los espacios de libertad, igualdad, convivencia y tolerancia se hayan ido achicando? Se responda cada uno lo que se responda, la conclusión es que la responsabilidad es nuestra. De todos.
Porque, desde la Transición, que culminó dotándonos de unas estructuras neutras para construir sociedad como en ningún otro momento de nuestra historia nacional, todos somos seres emancipados. Ya no nos mandan desde los cuarteles o desde los comités revolucionarios. Ahora tenemos nosotros la palabra y la acción, como en la gran mayoría de democracias repartidas a lo largo y ancho del mundo. No nos engañemos ni vayamos a lo fácil. Apechuguemos con la responsabilidad si es cierto que, como muchos pretenden, estos son tiempos para el juicio histórico.
Pero no echemos la culpa a la Transición. ¿No te gusta lo que ves? ¡Pues actúa! Porque puedes hacerlo.
MIGUEL ÁNGEL MALAVIA