En las profundidades de la Amazonía colombiana, la pasión por las plantas puede convertirse en una peligrosa obsesión.
El relato del botánico británico Tom Hart Dyke, conocido como “el cazador de plantas”, es un ejemplo extremo de cómo la ciencia y la búsqueda de especies únicas pueden chocar frontalmente con la realidad violenta de regiones marcadas por décadas de conflicto.
Hart Dyke, fascinado por las orquídeas raras, se adentró en una zona controlada por narcoguerrilleros y acabó secuestrado durante nueve meses junto a su compañero, el australiano Paul Winder.
La historia, recogida por medios internacionales en las últimas horas, vuelve a poner el foco sobre la crueldad infinita de los grupos armados que aún operan en Colombia.
Un viaje científico que se convierte en pesadilla
Tom Hart Dyke partió en 2000 hacia el Tapón del Darién, frontera natural entre Colombia y Panamá. Su objetivo era encontrar nuevas especies de orquídeas, una pasión heredada y convertida en profesión. La región es célebre por su biodiversidad, pero también es uno de los corredores más peligrosos del continente: territorio sin ley dominado entonces —y aún hoy— por guerrillas como las FARC o el ELN y bandas dedicadas al narcotráfico.
- El botánico ignoró las advertencias sobre los riesgos.
- Acompañado solo por Paul Winder y dos guías locales.
- Fueron interceptados por hombres armados vestidos de camuflaje.
“Pensé que íbamos a morir. Nos trataron primero como sospechosos de espionaje”, relata Hart Dyke años después. Los guerrilleros les acusaron de ser agentes encubiertos al servicio de potencias extranjeras. Durante semanas, los mantuvieron atados y aislados, alimentándolos apenas con arroz y plátano verde.
El secuestro: crueldad cotidiana e incertidumbre absoluta
La experiencia del secuestro fue un descenso a los infiernos:
- Hart Dyke y Winder estuvieron más de 250 días cautivos.
- Soportaron enfermedades tropicales, hambre y amenazas constantes.
- Los guerrilleros jugaban con sus nervios: “Nos decían que nos iban a ejecutar al amanecer”.
Durante ese tiempo, Tom Hart Dyke buscaba distraerse dibujando orquídeas imaginarias en su cuaderno. Era su forma de resistir psicológicamente al trato deshumanizador que sufrían. Los captores les obligaban a marchar largas distancias bajo lluvia torrencial para evitar ser localizados por el ejército o bandas rivales.
La violencia no era solo física. Los secuestradores empleaban tácticas sistemáticas para quebrar la voluntad de sus prisioneros: aislamiento prolongado, privación sensorial, amenazas a familiares e incluso simulacros de fusilamiento. Para las guerrillas colombianas, el secuestro siempre fue un negocio —por rescate— pero también un instrumento brutal para sembrar el miedo.
Narcoguerrilla: una espiral histórica de crueldad
La historia personal del botánico británico es solo un episodio dentro del mosaico trágico del conflicto colombiano. Las guerrillas como las FARC o el ELN han sido responsables durante décadas de:
- Miles de secuestros (civiles, políticos, extranjeros).
- Reclutamiento forzado de menores.
- Ataques a poblaciones rurales, uso sistemático del terror.
El fenómeno se agrava por la convergencia entre ideología política y crimen organizado. A partir de los años ochenta, muchas facciones guerrilleras incorporaron el narcotráfico como fuente principal de financiación:
- Controlan rutas estratégicas para el traslado de cocaína hacia Centroamérica y EE UU.
- Imponen “impuestos revolucionarios” a campesinos y comerciantes.
- Han cometido masacres selectivas para mantener su hegemonía territorial.
En palabras recientes recogidas en prensa nacional: “Las FARC y el ELN justifican semejante crueldad con la pomposidad de congresos guerrilleros (…). Eso es muy diferente a lo que decidieron hacer unas décadas después: secuestrar niños (…) someterlos a prácticas desalmadas para extirpar su humanidad”.
Colombia hoy: heridas abiertas y desafíos pendientes
Aunque el proceso de paz con las FARC redujo la intensidad del conflicto armado en muchas regiones, nuevas disidencias —junto a grupos como el ELN— continúan ejerciendo violencia sobre civiles y activistas medioambientales. Solo en 2025 se han reportado decenas de secuestros relacionados con disputas territoriales o intentos de extorsión.
El caso reciente del funcionario ambiental Arnold Alexander Rincón López, raptado mientras defendía un área protegida contra la minería ilegal, ilustra que los riesgos persisten tanto para expertos internacionales como para colombianos comprometidos con la protección del entorno natural. Estos ataques suelen tener motivaciones múltiples:
- Obtención rápida de rescates.
- Castigo ejemplar contra quienes denuncian delitos ambientales o desafían intereses mafiosos.
- Control social mediante el miedo.
El impacto humano y ambiental
El drama del “cazador de plantas” no es solo una anécdota personal ni tampoco un mero episodio científico fallido:
- Las selvas colombianas son refugio tanto para especies únicas como para actores armados.
- El tráfico ilícito —de cocaína pero también de madera o especies protegidas— retroalimenta el círculo vicioso entre degradación ambiental y violencia.
- Biólogos, campesinos e indígenas arriesgan sus vidas cada día.
En estos contextos extremos, la ciencia se convierte casi en un acto heroico cotidiano. Hart Dyke pudo sobrevivir gracias al azar —fueron liberados tras meses sin contacto exterior ni negociación aparente— pero muchos otros no han tenido la misma suerte.
¿Hacia dónde va Colombia?
A pesar del acuerdo histórico firmado hace menos de una década entre el Estado colombiano y las FARC, persisten factores estructurales que dificultan una pacificación real:
- Fragmentación del territorio: muchas zonas rurales siguen bajo dominio armado.
- Debilidad institucional: ausencia estatal fuera de grandes urbes.
- Persistencia del negocio ilícito: drogas, oro ilegal y tráfico faunístico siguen financiando a grupos armados.
El caso reciente expuesto por BBC Mundo recuerda que “Colombia es uno de los países más peligrosos del mundo para ambientalistas”. Las nuevas generaciones heredan tanto una riqueza natural única como una memoria colectiva marcada por décadas interminables de violencia.
La historia del cazador británico Tom Hart Dyke es también metáfora viva: pasión científica enfrentada a una crueldad infinita que sigue siendo parte central —y dolorosa— del presente colombiano.
