En mayor o menor medida, todos hemos transitado, alguna vez, ese sendero despreciable de la juventud egoísta e irresponsable, que, si bien no abarca la inmensidad de su fenómeno, en numerosas ocasiones ha servido, por sí solo, como definición genérica de esta radiante, burbujeante e irrepetible etapa de la vida. En mayor o menor medida, pues, todos hemos sido repugnantes en el pasado. Es decir, jóvenes egoístas e irresponsables.
Este sendero oscuro y abominable, que serpentea ruidoso, paralelo a otras cándidas virtudes de ese mismo periodo —la transformación del niño en adulto es, en sí misma, un prodigioso y reseñable acontecimiento—, conduce invariablemente no solo al egocentrismo y al aturdimiento de la cordura, también al extenso páramo de la ingratitud, también, como estamos presenciando estos días, a la espeluznante imprudencia de poner en riesgo la vida de miles de seres humanos.
Mañana, esta nutrida caterva de jóvenes insensatos, deslumbrados hoy por la patética exaltación que el rápido consumo de alcohol ocasiona —he aquí el valioso e inaplazable objeto perseguido: el éxtasis etílico de una noche vulgar mil veces repetida, mil veces por repetir, la idílica y seductora certeza de pertenecer a la encumbrada recua, el paroxismo de formar parte de la idolatrada chusma—, mañana, digo, esta gavilla tratará de persuadirse, y pondrá en ello toda la fuerza de su convicción, de que la muerte de su tío, de su prima hermana o de su padre no ha sido culpa suya, de que nada tuvo que ver su ostensible temeridad, de que esa terrible y prematura muerte no la ha provocado, siquiera indirectamente, la frivolidad de su conducta. Y mirará luego hacia otro lado, y adoptará la pose pueril, lastimosa y desolada del doliente —un fingimiento que no engaña a nadie—, y llorará la pérdida con visible dolor, sin remordimiento, y se abrazará a los suyos, a esos que todavía no ha matado.
Celebremos, uniéndonos entonces al desconsuelo hipócrita de esta turba, a su cobarde llanto de reptil, los acendrados valores de la juventud, de esta juventud ególatra que hace oídos sordos a las severas advertencias, que se ríe de ellas —que se jodan los muertos—, de la juventud que recorre ese magnífico e impagable sendero, el del egoísmo y la irresponsabilidad. Elogiemos su espíritu frágil, embriagado de sandeces, su perspectiva ombliguista, su estúpido y hueco narcisismo. Brindemos por ella, ensalcemos la provechosa y letal recompensa que conlleva su actitud.
Juventud, divino y repugnante tesoro.