Francisco Javier de Lucas

Elogio de la crisis

Elogio de la crisis
Empresario, impuestos, crisis, dinero y Hacienda. MH

El concepto de crisis, sensu stricto, no debería albergar un significado peyorativo, como generalmente se cree; debería ser más bien al contrario, porque lo que realmente viene a significar es un momento decisivo [de juicio] tras el análisis y la reflexión.

Las connotaciones negativas con que en general se maneja este concepto tal vez podrían justificarse por la relación observada entre el esfuerzo analítico que supone resolver un problema de enjundia y la gravedad del problema en sí mismo.

Un problema capital exige un esfuerzo analítico profundo; lo que no ocurre con otro tipo de problemas que, aun lejos de encerrar la dificultad de lo recóndito y comprometido, sí que exigen, y no en vano, una pérdida considerable de tiempo y energía, sin que por ello provoquen el mínimo rechazo hacia ellos.

Así pues, todo apunta a esa huida híbrida de indolencia que provoca el peso de lo trascendente; porque no parece ser el tiempo y la energía lo que preocupa a la hora de entregarse al examen, un examen que la mayor parte de las veces es tan vulgar y sin importancia que a los ojos de cualquier observador con un criterio medianamente valorativo puede resultarle cuando menos chocante el que se profundice tanto en tan poco y tan poco en lo profundo.

Esto podemos observarlo en las innumerables ocasiones en las que nos obligan a la reflexión asuntos de índole diversa que, lejos de diagnosticarse como simples -y sin que tampoco pertenezcan al ámbito de lo complejo , incluso nos apetece entregarnos a ellos con eufórico optimismo.
Es decir, que analizar y juzgar [criticar] sobre una materia difícil, en cuya resolución nos jugamos nuestra propia reputación y futuro, siempre nos provoca una cierta desazón y demora en el fallo por el compromiso que conlleva exteriorizar una opinión.

Dicho de otra forma: puesto que la crisis responde a la necesidad resolutiva de una contingencia, cuya naturaleza maligna o benigna nunca alcanza a la propia idiosincrasia [neutra] de la crisis, esto provoca cierta resistencia al razonamiento; con todo y eso, siendo neutral como debe ser el juicio, nos intranquiliza tener que pronunciarnos; por lo que, cuando menos, demoramos la opinión si no la traicionamos.

Esta situación, sin duda, se hace más patente cuando el juicio, la opinión, ha de ser consecuencia del análisis de algo que no vemos y que no podemos traer a la hora de verificar nuestro criterio. Porque pensar y juzgar sobre lo intrascendente, sobre lo que está comprendido en la opinión pública, y que admite cierta vaguedad en su confirmación como verdad, no implica mayor compromiso que el de poder ser contradicho por otra opinión de ese mismo rango.

Algo bien distinto es la reflexión y posterior juicio sobre algo trascendental que habitualmente corresponde al pensar minoritario, y que, a su vez, conlleva, para bien o para mal, compromisos vinculantes de gran alcance e importancia.

Las sociedades acomodadas sólo desean eso, comodidad. Desde muy antiguo ha quedado el pensar y el tomar partido en lo importante sólo para unos pocos. Hoy, nuestras sociedades son el paradigma de la acomodación y de la indolencia ante las tremendas atrocidades e injusticias en las que el mundo está sumido.

Las democracias nos parecen un antídoto contra la reflexión, puesto que por su propia inercia y condición nos permiten llevar una vida relajada frente a los abusos que nos parecen sin lugar en ellas; creemos que con poco cumplimos con nuestro compromiso de ciudadanos.

No es así, sin embargo; porque en una sociedad libre y democrática, se requiere un mayor esfuerzo y cuidado a la hora de exponer nuestra opinión puesto que ésta posee intrínsecamente el peso del poder del ciudadano, la capacidad de logro del pueblo.

La opinión, el juicio, la crisis, exigen un compromiso importante, un sentir vinculante con el problema en cuestión: el de ser solidario; eso que tanto debería dignificar a las democracias y que en la mayor parte de los casos no pasa de ser un argumento que maquilla vilmente la ya tan familiar demagogia.

Toda noticia nos recuerda en todos los ámbitos la barbarie, la injusticia, la intolerancia y los abusos de poder, y cerramos el periódico y apagamos el receptor sin que nada nos altere, y nos sumimos en el sueño sin ningún desasosiego…

Tal vez por esto, decíamos, es por lo que la dilucidación, la crisis, la decisión al fin, se tenga por tan incómoda y desdeñosa.

En tiempos difíciles, como es el actual, se requiere moderación y serenidad de ánimo para opinar y decidir, para exponer y objetar, de forma que no nos arrepintamos después por la incontinencia verbal en la que es tan fácil caer en situaciones de conflicto.

Efectivamente, este es, pues, un momento de crisis, en cuyo caso es aconsejable que la opinión sea precedida por una reflexión profunda y dilatada. Podríamos decir que la trascendencia de los actos se mide por el mayor o menor calado de las consideraciones analíticas previas; y esta superficialidad, que todo lo alcanza, es precisamente el problema con el que nos encontramos hoy y ahora en este inicuo mundo. Tratamos de simplificar las cosas a la hora de decidir, para que no nos suponga ni desgaste mental ni deterioro de nuestro prestigio ni, desde luego, una merma en nuestro tiempo, aunque éste sea inane.

Convendría recordar, aunque sólo sea de vez en cuando, que siempre es bueno mantener activo el pensamiento, porque en él el bullicio se atempera y corazón y razón se conceden una tregua para la avenencia entrambos. Es extraño que se tenga por tan esforzado el pensar, siendo como somos hijos de aquella Cultura en la que el pensar era algo tan popular y cotidiano: la tragedia griega y, posteriormente, la comedia ática nueva no hacían sino inducir a la introspección. A esa herencia parece que hemos renunciado.

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