Imagino que a todas las personas de edad nos sucederá algo parecido: la mayor parte de los recuerdos de nuestra infancia, o se han borrado por completo, o, si persisten en la memoria, lo hacen de un modo confuso y desordenado; sin embargo, se da el caso de que algunas de esas imágenes, vaya usted a saber por qué, continúan nítidas en nuestro interior.
Eso me sucede, sobre todo, con el concepto de “enemigo”. El significado de la palabra, ya entonces lo tenía muy claro: alguien que desea hacernos daño, sin mediar por nuestra parte la menor provocación.
También nos aseguraban, en aquellos lejanos años, que los enemigos del alma eran tres: mundo, demonio y carne.
A mí, el mundo me parecía mucho enemigo; demasiada gente tomándose la molestia de ponerse de acuerdo para ir contra mí; lo del demonio, lo entendía mejor; pero como el señor aquel vivía muy lejos, nada menos que en el infierno, no era cosa que debiera preocuparme; la mayor intriga me la producía la carne. Imaginaba yo que querrían hacernos vegetarianos, porque otra explicación…
Aunque, para los niños de entonces, el enemigo de verdad era una gente muy amable, que, cuando Gila les llamaba por teléfono para pedirles el favor de que dejaran de disparar porque quería cruzar el campo de batalla una señora que no era de la guerra, le hacían caso y todos contentos.
Había otros enemigos; pero esos estaban en los libros de Historia y ya no había por qué temerles porque de allí no podían salir: los turcos, por ejemplo, a los que derrotamos en la batalla de Lepanto; por cierto que allí perdió una mano Cervantes. ¡Menos mal que no fue la de escribir!
También estaban los franceses; tienen gracia, a veces, las bromas que nos gasta la memoria; sucedió que, muchos años después, cuando presenciaba en la tele la retransmisión de una etapa del Tour, lo recordé de pronto; al ver a los ciclistas recorrer campo y más campo, con alguna ciudad de vez en cuando, regresé a mi extrañeza de entonces ante la invasión napoleónica: “¡Pues con toda la tierra sin ocupar que tienen allí, no sé a qué habrán venido a España!”
Así pues, cuando era niño, enemigos, lo que se dice enemigos de verdad, no los veía por ninguna parte.
¡Qué contraste con la época actual!
Tengo familia en Palencia; labradores de buen pasar. Hace poco les hice una visita. No sólo ellos; todo el pueblo bramaba contra la burocracia de la Unión Europea; lo tenían allí más que claro: aquella gente era nuestro enemigo, sin que nosotros les hubiéramos atacado por ninguna parte. No paraban de hacernos daño. Un daño más que injustificado.
Lugo supe que los mineros, los pescadores y los ganaderos están también que trinan por parecido motivo.
Y, según he escuchado, también de buena fuente, van ahora a por nuestra industria.
Hace mucho que dejé de ser un niño; el mundo ha cambiado considerablemente desde entonces, por supuesto que sí. En unas cosas a mejor, en otras no tanto; pero ¿a santo de qué han aparecido en escena tantos enemigos?
Tengo que investigarlo más despacio, porque la cosa no debe de ser muy sencilla; que unos burócratas que pagamos todos, se supone que están nuestro servicio, no dejen de fastidiarnos, es algo que sobrepasa mi capacidad de comprensión. Y todavía encuentro más extraño que, cada vez que llegan elecciones europeas, esos enemigos sigan siendo los más votados.
Aquí hay truco; no sé por donde pero, que lo hay, pueden jurarlo.
Entre otros ataques, continúan metiéndonos de rondón inmigrantes ilegales que, entre sus muchas aficiones, tienen la de violar chiquillas españolas.
Francesas y alemanas, ni les cuento.
Pues bien, el colmo del esperpento es el remedio han parido nuestros gobernantes para solucionarlo: ¿poner orden en las calles? ¿Devolverles a sus países de origen?
¡De eso, nada! No se lo pierdan: para solucionar el problema de tanto inmigrante ilegal, no se les ha ocurrido mejor remedio que ¡legalizarlos!
Vuelvo a mi niñez que eso siempre reconforta; para nosotros, entonces, Europa era algo así como el Paraíso.
Gente civilizada, gente que cobraba sueldos mucho mejores que los nuestros, y, cuando crecimos un poco más, eso de que en las películas permitieran escenas con señoras desnudas, constituía ya el colmo del progreso.
Yo creo que nosotros no hemos cambiado demasiado; la mayoría seguimos queriendo tranquilidad y buen gobierno; prosperar en libertad, igualdad ante la Ley y apenas algún detalle más, por decirlo en pocas palabras.
Es evidente que los que han cambiado han sido ellos.
Ahora sólo falta descubrir quiénes son “ellos” o quiénes los que les están ordenando que nos fastidien todo lo que puedan.
Y sobre todo, ¿por qué?
No, todavía queda otra terrible pregunta, mucho más inquietante: ¿para qué?
La verdad, aquello del mundo, el demonio y la carne, se queda en nada al lado de toda esta gente.