Hay acontecimientos en esta vida, que no por esperados y sabidos, duelen menos; desgarran más.
Sabemos que nuestro camino pasa por ciertas encrucijadas dolorosas, que siempre han estado ahí, pacientes, esperándonos con la misma naturalidad con que llegamos a esta vida, y un día la abandonamos sin más.
Y esas certezas, de las que tan solo ignoramos la fecha, son como espinas que, sin avisar y en los momentos más felices, nos despiertan y nos hieren, al recordarnos lo frágil y previsible de nuestro mundano transitar.
Ley de vida que aceptamos resignados, mientras nos dolemos con cada paso dado, desde la memoria de aquellas lejanas caricias, de aquellos maternales besos; de tantos y tantos recuerdos que ahora se alejan despacio, pero no como una despedida, sino como un hasta luego, apagado y callado.
Trances y dramas, no siempre bien resueltos, de un guión escrito aún antes de nuestro primer llanto, de nuestras primeras risas… de nuestros primeros pasos…
Y allí estará ella, como siempre ha estado a nuestro lado, acariciándonos el pelo, muy despacio…, igual como cuando éramos niños y, en la oscuridad, asustados, gritábamos: ¡Mamá, ven; no me dejes; quédate conmigo; coge mi mano!
Cuando la madre ya no está, poco importa el tiempo pasado desde que se marchó. Segundos, minutos, años…; da igual, cuando lo único que te resta es esperar el día en que la vuelvas a encontrar esperándote, a mitad camino entre la muerte y la Eternidad… Dios dirá.

