Por José María Arévalo

(Raimundo de Madrazo y Garreta, “Muchachas en la ventana”, c. 1875. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York, Catharine Lorillard Wolfe Collection.)
Más de cien obras de Raimundo de Madrazo (1841-1920) llegan a la Fundación Mapfre con el fin de reivindicar su legado artístico, que en los últimos años de su vida quedó eclipsado por el debate que se produjo en el París finisecular del siglo XIX, a lo que se sumó su drama interior, al pensar que tal vez fue una equivocación no seguir las recomendaciones que le daba su padre.
La exposición –que permanecerá abierta hasta el 18 de enero de 2026 y después viajará al Meadows Museum de Dallas– ahonda en toda una vida dedicada al arte. Raimundo era de la tercera generación de la familia Madrazo, una de las sagas más importantes del Madrid isabelino: su abuelo José, su padre Federico, su tío Luis, su hermano Ramón, su gran amigo y cuñado Mariano Fortuny…, todos fueron grandes pintores, y hasta su único hijo, apodado “Coco”, también cultivó este arte.

(Raimundo de Madrazo y Garreta, “La traslación de los restos del apóstol Santiago a la sede de Padrón”, 1856-1859. Museo Catedral de Santiago de Compostela.)
Su obra se consideró en su época como el culmen de la elegancia, la emulación del pasado y el respeto por la tradición, lo que le sitúa como figura clave en la escena artística y en los círculos sociales más distinguidos e internacionales de finales del siglo XIX y principios del XX.
El artista se identificó con la corriente estética del juste milieu, centrada en la pintura de género y el retrato, y este “punto intermedio” quedó fuera de juego en la pugna mantenida entre la estética academicista que proponía la pintura de historia y el ímpetu rupturista del impresionismo, cuya modernidad ensombreció a todos los artistas ajenos a sus postulados.

(Raimundo de Madrazo y Garreta, “Interior de la iglesia de Santa Maria della Pace, Roma. La confesión”, 1868-1869. Colección Madrazo, Comunidad de Madrid.)
La olvidada elegancia de Raimundo de Madrazo brilla de nuevo
Murió rico y famoso, consagrado como uno de los grandes pintores de su época. Pero la historia ha sido injusta con Raimundo de Madrazo (Roma, 1841-Versalles, 1920). Miembro de una familia de grandes pintores, retrató a lo más selecto de la aristocracia parisina y de la oligarquía estadounidense. Pintor de la elegancia y la indolencia burguesas, vivió de espaldas a las vanguardias y sin pervertir ni modificar la tradición. Lo rescata de su injusto olvido la Fundación Mapfre, que ofrece hasta el 18 de enero la mayor muestra de este gran artista.
‘Raimundo de Madrazo’ es la primera gran retrospectiva sobre uno de los pintores «más cosmopolitas y de más refinada técnica de su época», según la comisaria Amaya Alzaga Ruiz. Reúne más de cien obras del maestro español, muchas inéditas y sacadas a la luz gracias a la investigación realizada para la muestra. Alzaga lo reivindica «como figura clave en la pintura de género y en el retrato del siglo XIX».

(Raimundo de Madrazo y Garreta, “Aline Masson leyendo”, 1890-1891. Colección particular. © Pablo Linés.)
Nieto, hijo, hermano y cuñado de pintores, su abuelo fue José de Madrazo Agudo, director del Museo del Prado. Raimundo fue el cuarto de los siete hijos de otro grande de la pintura, Federico de Madrazo Kuntz. Sintió la presión de emular el genio paterno, pero con 25 años se apartó del camino que le habían preparado como pintor de monumentales lienzos de temática histórica como ‘El traslado del apóstol Santiago’ o ‘Las hijas del Cid’. «No quiere ser ‘el hijo de’ y pone su enorme talento, el mejor de la Academia de San Fernando, al servicio de la pintura comercial», explica Alzaga.
En 1862, con 21 años, viajó a París para continuar su formación, pero el ambiente artístico que se respiraba en la ciudad del Sena lo cautivó tanto, que se estableció allí, y se convirtió en un pintor de renombre internacional, apreciado por la burguesía francesa.
Durante los primeros años parisinos intentó complacer a su padre, que quería que fuera un pintor de historia y obtuviera una reputación acorde con su apellido. Entre los cuadros de esta época destaca el monumental lienzo de La apertura de las Cortes, que le encargaron los duques de Riánsares –el matrimonio formado por Agustín Muñoz y María Cristina de Borbón, viuda del rey Fernando VII–. Pero Madrazo no se encontraba cómodo con este género; por ello, después de pintar Las hijas del Cid, decide comunicar a su padre que abandona la pintura de tema histórico. Una decisión que nunca supuso una ruptura entre ambos: fueron frecuentes las visitas de Federico a París, y en la exposición se pueden ver dos magníficos retratos que se hicieron el uno al otro.
Fortuny y Madrazo
La gran amistad que le unía a Mariano Fortuny se estrechó aún más cuando en 1867 este se casó con la hermana de Madrazo, Cecilia. Un año después, los dos pintores viajaron a Sevilla, donde compartieron el gusto por el detallismo preciosista y las escenas urbanas que ponen en valor la imagen de España. De esta época se exhiben dos pequeñas tablas: Alrededores del Alcázar y Oratorio de Isabel la Católica.

(Raimundo de Madrazo y Garreta, “Retrato de niña con vestido rosa”, 1890. Arquidiócesis Católica Romana de Varsovia, en depósito en el Museo de la Colección de Juan Pablo II y el Primado Wyszyński, Varsovia.)
Posteriormente viaja a Roma, y de esta estancia hay dos magníficos cuadros de la iglesia de Santa Maria della Pace. Un confesionario, varias esculturas y retablos sirven para definir el interior del templo, que es dibujado por una luz contrastada en uno y de penumbra en el otro.
En 1872 vuelve a Sevilla –donde ya se había instalado el matrimonio Fortuny– y, cautivado por el exotismo español, pinta elementos prototípicos de la belleza andaluza –peinetas, mantillas, abanicos, moños y rasgos faciales– y de la fuerza de la raza gitana. Es tal su fascinación por estas mujeres, que logró popularizarlas en París.
En el París de la segunda mitad del siglo XIX, la burguesía quiere decorar sus casas con la pintura de género, caracterizada por el protagonismo de sus personajes anónimos, muy distintos a aquellos que ilustraban las gestas heroicas de la historia. Estos tableautins eran joyas ostentosas que se vendían en los gabinetes. Por lo general, representaban escenas de interior donde el atrezzo de época –pianos, tapices, platos de cerámica hispanomorisca, mantones de Manila, biombos orientales…– era fundamental para resaltar la belleza femenina y la nonchalance, que –como señala Alzaga– consiste en “una cierta indolencia, el dolce far niente de los italianos, en el que las mujeres pasan la vida luciendo la ropa o deshojando margaritas sin tener mucho más que hacer”.
Con el paso del tiempo, la fama y el éxito cosechado hacen que Madrazo comience a simplificar las composiciones: elabora interiores más sencillos, fondos neutros y una sola figura femenina. A Raimundo le interesa sobre todo la belleza elegante y seductora de estas jóvenes que se desenvuelven en unos ambientes refinados con trajes de raso brillantes, recostadas en un sillón, junto a un piano con un mantón de Manila, o incluso en momentos tan privados como la toilette.

(Raimundo de Madrazo y Garreta, “Doña María del Rosario Falcó y Osorio, XVI duquesa de Alba”, 1881. fundación Casa de Alba, Madrid)
Entre las mujeres que pintó Madrazo hay que destacar a Aline Masson, su modelo favorita, la musa que le inspiraba diferentes identidades: la española con mantilla y abanico, la francesa como una elegante parisina de gran belleza… También la convirtió en protagonista de escenas galantes –disfrazada de cortesana o de criada, o preparándose para asistir a un baile de máscaras– y la inmortalizó en imágenes cotidianas –leyendo un libro, pintando un lienzo, tocando el piano o en la toilette–.
Los retratos
En la década de 1880 el artista abandona la pintura de género, que empezaba a mostrar síntomas de agotamiento, y decide dedicarse al retrato, una disciplina en la que destaca por su gran dominio y su virtuosismo técnico.
Su éxito va in crescendo y su fama internacional se consolida cuando obtiene la Cruz de Caballero de la Legión de Honor, un reconocimiento otorgado en la Exposición Universal de 1878, en la que presentó retratos de alta calidad, como el del actor Benoît-Constant Coquelin y el titulado Niña con vestido rosa.
Entre sus obras de este género hay verdaderas obras maestras, como las que dedicó a Rosario Falcó y Osorio, duquesa de Alba; al segundo marqués de Casa Riera, o a la reina María Cristina. Interesantes también son los retratos de diplomáticos, con una esencia más austera y donde se intuye la huella de Velázquez… En este recuento no debe faltar el retrato María Guerrero en el papel de doña Inés o el de la esposa del pintor, María Hahn, retratada en una estética dieciochesca, como una dama distinguida de la corte de Versalles. Madrazo conservaba este lienzo en su estudio neoyorquino como un modelo que seguir.
Los años finales del artista transcurren entre París, Nueva York y Versalles. La mentalidad había cambiado: a comienzos del siglo XX, el lenguaje pictórico de Raimundo de Madrazo era trasnochado, y él lo sabía; por ello decide viajar a Estados Unidos, donde tuvo una gran acogida y donde su arte sí gustaba.
El broche final de la muestra es la portada del diario ABC, fechada el 22 de septiembre de 1920, con la noticia de la muerte del artista. En ella aparece el pintor con un gran cuadro de historia, El recibimiento de Colón por los Reyes Católicos, un trabajo que dejó inacabado y que le obsesionaba. “Quizás mi padre tenía razón cuando me aconsejaba apostar por la pintura de historia”, dijo; pero Raimundo de Madrazo no se equivocó: siguió los dictados de su corazón y pintó como nadie ese mundo galante y seductor de la belle époque.