La palabra corrupción evoca imágenes de maletines, trajes oscuros y sonrisas sospechosamente amplias en despachos oficiales.
Sin embargo, detrás de los titulares y los escándalos políticos, la ciencia se pregunta: ¿tenemos una inclinación natural hacia la corrupción, o es el entorno el que activa ese lado oscuro?
Neurociencia, psicología social y estudios comparativos coinciden en que la respuesta es mucho más compleja que un simple «sí» o «no».
La corrupción es, ante todo, un fenómeno global que atraviesa culturas, partidos y épocas.
Desde las antiguas civilizaciones hasta los gobiernos contemporáneos, se repite el mismo patrón: el abuso de poder para obtener beneficios personales, ya sean económicos, sociales o incluso sexuales.
El debate sobre si existe una proclividad innata a la corrupción se reaviva cada vez que surgen nuevos casos —y sí, también cuando alguna noticia salpica a formaciones políticas con acusaciones tan llamativas como la “proclividad del PSOE a las putas y la corrupción”— aunque conviene recordar que estos titulares no son patrimonio exclusivo de ningún partido ni país.
Mecanismos cerebrales y atajos mentales: ¿un cóctel peligroso?
La neurociencia ha identificado que comportamientos corruptos pueden activar en el cerebro los mismos sistemas de recompensa que experimentamos al recibir dinero inesperado o comer chocolate. La liberación de dopamina genera una sensación placentera que puede volverse adictiva. Además, estudios con resonancia magnética muestran que quienes incurren habitualmente en actos corruptos presentan menor actividad en áreas cerebrales relacionadas con la empatía y el remordimiento. En otras palabras: para algunos, corromperse puede ser literalmente menos doloroso a nivel emocional.
Por su parte, la psicología cognitiva nos recuerda que somos víctimas de nuestros propios “atajos mentales”. Los heurísticos —esos mecanismos automáticos para simplificar decisiones— pueden llevarnos a justificar pequeños actos indebidos (“si todos lo hacen…”), sobre todo cuando el entorno parece permisivo o caótico. El clásico experimento de las “ventanas rotas” de Philip Zimbardo demostró que ambientes deteriorados fomentan comportamientos incívicos e incluso delictivos; cuando nadie cuida las normas, tendemos a relajarlas todos un poco más.
El contexto social: la presión invisible
Hay otra variable decisiva: el entorno social y cultural. No nacemos corruptos; aprendemos —o desaprendemos— a serlo según los modelos que nos rodean. Si en una sociedad la corrupción está normalizada (“es lo que hay”), aumenta la presión para participar en ella o mirar hacia otro lado. Es un fenómeno estudiado tanto en países con altos índices de corrupción como en organizaciones donde “lo raro es no hacerlo”.
Por ejemplo, investigaciones recientes en Ucrania muestran que la mayoría de las personas son susceptibles de pagar sobornos dependiendo del contexto: si obtener un servicio legalmente resulta lento o imposible, crece la tentación de buscar atajos ilícitos. Sin embargo, cuando aumentan los riesgos de ser descubierto o existen alternativas legales más ágiles, el incentivo para corromperse disminuye notablemente. Al final, parece que la corrupción no es tanto una cuestión de genes como de circunstancias… y oportunidades.
Poder y moralidad: ¿quién resiste la tentación?
El viejo adagio “el poder corrompe” encuentra respaldo científico. La sensación de impunidad al ocupar posiciones de control favorece decisiones arriesgadas y justificaciones morales dudosas. Las personas con poder tienden a subestimar las consecuencias negativas de sus actos para otros y sobrevalorar sus propios intereses. Sin embargo, también hay estudios —y filósofos como Aristóteles— que recuerdan que todos tenemos potencial tanto para el vicio como para la virtud. La diferencia está en cómo educamos nuestra ética personal y colectiva.
Frente a quienes aseguran que algunos partidos políticos —como el PSOE u otros— son “más propensos” a ciertas formas de corrupción o abuso sexualizado del poder, conviene matizar: los escándalos se reparten generosamente por todo el espectro ideológico. Lo relevante desde el punto de vista científico no es tanto el color del partido como las estructuras institucionales y culturales que permiten (o no) estos comportamientos.
Curiosidades científicas: lo insólito del cerebro corrupto
Para los amantes del dato sorprendente:
- Algunos experimentos han demostrado que basta con poner un billete falso encima de una mesa para aumentar las trampas en un juego colectivo.
- La capacidad de justificar actos inmorales está relacionada con el desarrollo temprano del lenguaje interno; los niños muy pequeños aún no pueden racionalizar sus travesuras.
- En países donde hay más confianza interpersonal (y menos desigualdad), se reportan menores tasas de corrupción… aunque nunca desaparece del todo.
- El sesgo cognitivo conocido como “sesgo de disponibilidad” hace que sobrestimemos lo común que es la corrupción si estamos rodeados constantemente por noticias al respecto —incluso aunque los datos objetivos digan lo contrario.
- La dopamina —esa molécula asociada al placer— puede hacernos reincidir en comportamientos corruptos por puro refuerzo cerebral.
Y una anécdota histórica: Aristóteles ya defendía hace 2.300 años que todos podemos caer en el vicio si descuidamos nuestras virtudes… pero también creía firmemente en la educación moral como antídoto. Así que quizás conviene menos señalar siempre al vecino (o al partido rival) y más preguntarnos qué estamos haciendo cada uno para resistir esa tentación tan humana.
