¿Se ha entendido que la cooperación con la autoridad estatal es imprescindible para recuperar la credibilidad perdida?
(Gregorio Delgado del Río).- Las cosas siguen estando muy complicadas. La respuesta de la Iglesia al delito de abuso sexual del clero sigue suscitando incomprensibles resistencias en todos los niveles del gobierno eclesiástico. Parecerá mentira, pero ni siquiera está garantizada, en estos momentos, la existencia en toda la Iglesia de unos «protocolos claros que reemplacen la improvisación y la apatía».
Una valoración muy negativa
Actitudes como las del responsable máximo en la Iglesia, Cardenal Müller, sobre estos asuntos no son, en modo alguno, entendibles ni de recibo. Si no le gusta la orientación de la respuesta que el Papa Francisco quiere imprimir, solo tiene un camino coherente: volver a su casa. Pero lo que no puede ser es que, en vez de constituirse en el gran impulsor de la respuesta querida por el Papa, se haya, presuntamente, convertido de hecho en el centro de resistencia a la nueva orientación papal. ¿Tan difícil es entender cosas tan sencillas? ¿Acaso la soberbia intelectual le ciega y le impide ver lo obvio?
Uno siente vergüenza ajena al verificar diariamente que en la Iglesia -en la que, a pesar de todo, quiere creer- no se entienda que el verdadero pecado que se cometió y que se puede estar cometiendo -lo que de verdad apesta- es la existencia de una cierta actitud de complicidad en el ocultamiento, de persistir en la idea de lavar los trapos sucios en casa, de insistir, por muchos, en la no obligatoriedad de colaborar con las autoridades civiles en la persecución y castigo de estos delitos, de afrontar su tratamiento con tanto secretismo (secreto pontificio) y desde la distancia, en muchos casos, del lugar en el que han sucedido los hechos, de no estar garantizado, en los procedimientos al uso, el derecho de todos los implicados, de exhibir, a veces, una prepotencia impropia en cualquiera que pretenda ser testigo de Jesús.
Uno se sentiría muy reconfortado, como creyente, si verificase que nuestros obispos -siguiendo al Papa Francisco- se avergüenzan por todo ello, por el oscuro pasado, por tanta ocultación y tanto mirar para otro lado. ¿Por qué se empeñan en hacernos creer lo contrario a lo que tantos y tantos hemos verificado y visto con nuestros propios ojos? La ocultación (el lavado de trapos sucios) se ha practicado en la Iglesia, también en España, como actitud normal. ¿Qué ganan con no reconocerlo?
Uno se sentiría más reconfortado aún si verificase que, al margen de lo ocurrido en otros tiempos, ahora se siguen, de manera incondicional, las orientaciones papales en todas sus dimensiones: castigo de tales conductas, apoyo efectivo -más allá de las simples buenas palabras- a las víctimas, prevención y aseguramiento de entornos seguros a los menores en la Iglesia y la ayuda pastoral a los sacerdotes declarados culpables.
Uno llega a avergonzarse porque se le da la impresión de que lo de la «unidad fiel y obediente» al Sucesor de Pedro no parece que vaya con ustedes, señores obispos. ¡Deberían ser los primeros en el testimonio! Se lo diré en román paladino: hay que tener vergüenza torera y dejarse de tanta hipocresía y tanto contra testimonio. ¿No consideran que es urgente recuperar la credibilidad perdida y buscar la paz de la conciencia?
Un criterio impulsado desde Roma
Aunque les pese a muchos que aparecen interesadamente desinformados (los mismos que se sentían complacidos -a veces, hasta lo propugnaban- con el ocultamiento pasado y ahora practican tantas resistencias), lo cierto es que el pontificado de Juan Pablo II ha quedado estigmatizado para siempre por seguir un criterio (‘… para no dañar a la Iglesia, los trapos sucios hay que lavarlos en casa’) que, a la postre, ha hecho que la Iglesia haya perdido a chorros su ya debilitada credibilidad en el sociedad actual. Todos conocemos a muchos -con su nombre y apellidos- instrumentos activos de semejante desatino. Todos conocemos sus apoyos y sus impulsores últimos. ¿Qué les ha ocurrido o se han visto afectados en su posición en el gobierno eclesiástico?
La respuesta a la anterior pregunta es clara y terminante: en lo más mínimo. Ahí siguen intrigando cuánto pueden y visibilizando resistencias. Eso sí, bajo cuerda. ¡No faltaba más! ¡Cuán inescrutables son los caminos de la justicia divina! ¿Cómo iban a aceptar la sanción por la negligencia en el oficio? Al final, todo tiene su lógica, aunque no sea la evangélica.
Es más que sabido el nivel de auténtico escándalo que el abuso sexual del clero provocó en la católica Irlanda. En respuesta a las cuestiones suscitadas por el Informe de la Comisión de investigación sobre la diócesis de Cloyne (Irlanda), conocido como Cloyne Report, se puede apreciar la vigencia del criterio de actuación seguido:
«Cumplir con los requisitos canónicos para asegurar la correcta administración de justicia en la Iglesia de ningún modo impedía la cooperación con las autoridades civiles. La Congregación para el Clero expresó reservas acerca de la obligación de denuncia, pero no prohibió a los obispos irlandeses denunciar a las autoridades civiles las acusaciones de abuso sexual de menores, ni animó a los obispos a que no observaran la ley irlandesa. Al respecto, el entonces prefecto de la Congregación, el cardenal Darío Castrillón Hoyos, en su encuentro con los obispos irlandeses en Rosses Point, Condado de Sligo (Irlanda), el 12 de noviembre de 1998, afirmó inequívocamente: «Deseo también decir con gran claridad que la Iglesia, especialmente a través de sus pastores (los obispos), no debe de ningún modo poner obstáculos al legítimo camino de la justicia civil, cuando éste es emprendido por quienes tienen ese derecho, mientras que al mismo tiempo la Iglesia debe proseguir con sus propios procedimientos canónicos, en la verdad, en la justicia y en la caridad hacia todos»».
Toda una exhibición, sin duda, en el uso del lenguaje, pero, al mismo tiempo, todo un reconocimiento encubierto del criterio de actuación entonces vigente (ocultación/no cooperación).
La prueba definitiva e incontrovertible de que ese era el criterio -además de los incontables casos de ocultamiento admitidos y puestos en marcha por toda la Iglesia- la tenemos en la Carta (8 de septiembre de 2001) que el Cardenal Castrillón (que era el responsable máximo en toda la Iglesia para este tipo de asuntos) envió a Monseñor Picán, Obispo de Bayeux-Lisieux (Francia), condenado a tres meses de cárcel por encubrimiento, en la que le decía:
«Os felicito por no haber denunciado a un sacerdote a la administración civil. Lo has hecho bien y estoy encantado de tener un compañero en el episcopado que, a los ojos de la historia y de todos los obispos del mundo, habría preferido la cárcel antes que denunciar a su hijo sacerdote».
El Obispo, según el criterio entonces imperante, no tendría obligación alguna -ni siquiera civil- de denunciar a un sacerdote, «hijo espiritual» suyo, pues ningún ordenamiento civil puede obligar a un «padre a testificar contra sus hijos».
Por si lo anterior no fuese suficiente, debemos subrayar la autenticidad de la Carta en cuestión (reconocida por el portavoz vaticano) y, sobre todo, que, como expresó en su momento el citado Cardenal, «me autorizó el Santo Padre para que enviara esa carta a todos los obispos del mundo y la pusimos en internet». Si esto era así -y parece que lo era-, podemos formular algunos interrogantes:
¿Todavía puede existir alguna duda acerca de cuál era el criterio que se seguía en la Congregación para el clero hasta entonces competente en estos asuntos? ¿Puede existir alguna duda acerca de cuál era el criterio que secundaba e impulsaba el propio Juan Pablo II? ¿Se puede dudar que ese criterio de actuación iba a suponer en la práctica autorizar e impulsar de hecho la existencia de una poderosa y extensa red de encubrimiento (una verdadera estructura) de sacerdotes abusadores y obispos encubridores?
A mi entender, la idea de seguir potenciando o manteniendo el viejo criterio (‘los trapos sucios se lavan en casa’) de una actuación exclusivamente interna -alejada de los focos de la opinión pública (trasparencia)- tuvo varias manifestaciones importantes:
a). Las Normas sustantivas y procesales de la reforma de Juan Pablo II (2001) no se acompañaron al texto articulado del motu proprio Sacramentorum Sanctitatis Tutela. Es decir, no se les otorga la publicidad legalmente necesaria: aparecer en el Acta Apostolicae Sedis (secretismo);
b). El texto articulado de las referidas Normas es enviado -de un modo un tanto secreto- mediante Carta de la CDF a todos los Obispos católicos el 18 de mayo de 2001;
c). La noticia pública de estas Normas se obtiene -no me digan que no es un método paradójico y sorprendente- a través de un artículo doctrinal aparecido en el año 2002 y su texto articulado apareció, con el consentimiento de la CDF, en una publicación de la Universidad de San Pablo en Ottawa. ¡Todo un ejemplo de trasparencia!;
d). El art 30 de estas Normas establece que «las causas de este género están sujetas al secreto pontificio»;
e). No se habla para nada ni se impulsa una dinámica de cooperación con la Autoridad civil.
El cuadro del secretismo y lo excepcional se completó con esta otra actuación: «El Santo Padre en audiencia concedida al Secretario de la CDF, S.E.R. Monseñor Tarcisio Bertone, el 7 de noviembre de 2002, ha concedido la facultad a la CDF de derogar el tiempo de prescripción caso por caso, en base a la motivada solicitud de cada obispo».
Lo que parece innegable es el corrosivo efecto de la respuesta eclesiástica en la opinión pública mundial. La credibilidad de la Iglesia cayó en picado. El daño causado fue incalculable. ¿Se ha pasado página de semejante perverso sistema? ¿Estamos ahora en la era de la vigencia efectiva de la ‘tolerancia cero’? ¿Se ha acabado definitivamente con el encubrimiento y la ocultación? ¿Se ha entendido que la cooperación con la autoridad estatal es imprescindible para recuperar la credibilidad perdida?