Un 27 de enero de hace ocho años, moría una mujer sencilla y humilde, trabajadora y sonriente. Alguien a quien el gran Antonio Machado hubiera incluido entre las «buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra». Se llamó María Martínez. Era mi madre.
Me dejó, además de su ejemplo permanente, valores como los que recogí el año pasado en «Viaje por Guadalajara», al hablar de ella. Ojalá pueda leerlos desde allá arriba. Es un insgnificante homenaje ante su grandeza humana.
ENCOMIENDA LA MADRE
La Alegría a la ventura
conduce, y a vida plena,
a felicidad terrena
y a labrar propia fortuna.
Alegría, vida llena
sin más pesadumbre alguna,
de felicidad es cuna,
al alma da paz, serena.
Es la fuerza poderosa
que te dejo por herencia,
la recibí en mi existencia
por fuerza más misteriosa,
capacidad y presencia
que cualquier espantosa
circunstancia dolorosa
reconvierte en excelencia.
En mí tuviste el espejo
de mi júbilo y mi risa
condúcete en esa brisa
según mi eterno consejo.
La alegría y la sonrisa
es lo mejor que te dejo
y aunque de ti ya me alejo
mi ejemplo siempre revisa.
Nunca yo, madre María,
podré darte lo que diste
en todo lo que viviste
sin ti yo nada sería.
Y aunque lejos ya partiste
tu hijo, nieta, nuera hoy día
te nombran a ti, María,
del todo no te moriste.