Fue porque tenía hambre (Relatos de barbarie)

Fue porque tenía hambre (Relatos de barbarie)

FUE PORQUE TENÍA HAMBRE (Relatos de barbarie)

La historia de Marcelino M.

de Juan Pablo Mañueco

Vídeo sobre el autor:

https://www.youtube.com/watch?v=HdKSZzegNN0

-NO SÉ NADA DE lo que me dicen. Nunca supe otra cosa que trabajar para sacarme de encima la gazuza, que es la compañera que más me ha acompañado durante mi vida. Si lo hice fue porque tenía hambre.

-Eso es lo que decís todos, pero te han denunciado por ser del enemigo. Y hay pruebas de gente que te ha visto que estuviste con ellos. Además llevabas un carné cuando te registraron, eso no puedes negarlo.

El presidente del Tribunal se le quedó mirando para ver qué respondía a ello. Las pruebas eran contundentes.

-Fue porque tenía hambre. Me apunté desesperado por el hambre que pasábamos. No había nada que comer. Ni mis padres ni hermanos teníamos comestibles en la despensa para seguir comiendo algo más que raíces de plantas y guisos que sacábamos de las hierbas del campo, cuando nadie nos veía y podíamos atrapar algo.

-¿Qué hermanos tienes? También son de los tuyos.

-Un hermano y dos hermanas chicas. Pero nunca se han metido en nada. Yo soy el mayor. Tenía que procurar que comiéramos todos.

-¿Y tus padres?

-Son de los suyos, señor, vamos, quiero decir son de los nuestros. Todos somos de los suyos, pero yo era el mayor y tenía que llevarles alimento.

-Por eso sería, pero el caso es que te apuntaste, aquí está tu carné de afiliado.

-Yo no me apunté a nada. Simplemente me tocó el turno porque todos pasábamos hambre. Mi padre dijo:

-Tienes que ser tú, Marcelino. Lo hemos echado a
suertes y te ha tocado.

-¿A suertes, madre?

-Y también lo hemos pensado. Es lo más conveniente, casi lo único que podemos hacer. ¡No nos queda otra!

-Pero por qué tengo que ser yo quien se apunte al
sindicato. Apenas he cumplido los dieciocho años. Ni siquiera he empezado a vivir. Casi no recuerdo otra cosa que esta guerra que dura ya demasiados años.

-Por eso, hijo, yo ya estoy mayor y no me cogerían. Y tu hermano y hermanas son demasiado niños. ¡A ninguno de nosotros nos cogerían!

-Así es, Marcelino –comentó la madre-. Te corresponde a ti sacrificarte por toda la familia. Es la única forma que podamos comer algo.

Marcelino miró al tugurio donde se alojaban sus padres y sus hermanos pequeños, cerca del lavadero municipal, y comprendió que la madre tenía razón. Él era fuerte y le correspondía que asumir ese precio, aunque entrañara peligro. Tenía que ser él quien subiera a los locales del sindicato y se apuntara. De esa manera podrían todos comer algo.

-La guerra está terminando ya. No puede duran más que semanas o meses. Si pudiéramos comer de algún sitio, no te lo pediríamos, Marcelino. Pero es a ti a quien te atañe hacer algo.

Estaba conforme, esa campana, que no se oía en la ciudad desde que se inició la guerra, es cierto que le atañía en su interior. Dentro de su mismo ser tocaba, sonaba y le incumbía.

-Además tú no estás significado en nada. Nosotros, tu madre y yo, en alguna cosa intervinimos antes de que empezara la guerra. No querrían a tipos sospechosos como nosotros.

-Así es, Marcelino –dijo su madre, entre lloros-. Te ha tocado a ti. Tienes que hacerlo por todos, sobre todo por tus hermanas.

-Pero ahora dirán que yo soy vuestro hijo, y que no me admiten por eso.

-Sólo eres un muchacho. Nadie te reprocha nada. Además necesitan a todo el mundo del que puedan fiarse para la defensa.

-¿Y si me envían al frente?

-El frente que está aquí mismo. Necesitan a cualquier que aporte sacos de arena para hacer barricadas. Por eso te cogerán. Es más seguro estar con ellos que quedarte en casa. Y además te darán pan para que podamos comer, o tú mismo podrás cogerlo del almacén.

-Piensa en tus padres y en tus hermanas, sobre todo, las más pequeñas, Marcelino.

-Yo no me apunté a nada. Créame, señor. Fue porque tenía hambre. Todos teníamos hambre, y el hambre es mala consejera. Pero yo no quería apuntarme a nada.

-No lo sé. Pero los hechos te delatan. Muchos pasaron hambre y no se apuntaron; al contrario, se pasaron a nuestras líneas. Tú también podías haberlo hecho.

-¿Y dejar solos a mis padres y mis hermanos? No podía hacerlo. Además que no sabía disparar. Si me pasaba por el día, me hubieran pegado un tiro desde la retaguardia. Y si me pasaba por la noche, me hubieran tomado por un espía que se había perdido. El resultado era el mismo: se quedaban sólos mis padres y mis hermanos.

Miró a los del tribunal con angustia en los ojos, con pesadumbre en el recuerdo, con zozobra y tormento por lo que le pasaba. Después del hambre y de la guerra, aquello, que era un tormento nuevo en el que jamás había pensado.

-Marcelino M. ¿eres tú?

-Sí, señor. Así me llaman. ¿En que puede servirle?

-¿Tú a mí, de nada? Es que ya te reclaman.

-¿Quién me reclama? ¿Han venido mis padres o mi hermano o mis hermanas?

-Mira, hazme caso, chaval. ¡No hables mucho de tus padres, de tu hermano ni de tus hermanas! Yo te conozco, Marcelino, y sé que eres un buen muchacho. Pero no hables mucho de ellos, no sea que también a ellos les llame el Tribunal.

-¿Qué Tribunal es ése?

-El que va a juzgarte.

-¿Y por qué van a juzgarme? Yo no he hecho nada, yo ni siquiera he tenido tiempo de hacer nada.

-Eso están diciendo todos. Incluso los cabecillas.

-¿Y yo que tengo que decir?

-En eso no puedo ayudarte. Que la divina Providencia te ayude como ayudó a Nuestro Señor en este trance.

-¿Me está usted diciendo que calle, señor Guardián, porque es lo que hizo Nuestro Señor cuando supo que venían a prenderle para juzgarle?

-No sé nada ni digo nada, Marcelino. Es lo que debe hacer todo ser humano en todo tiempo, pero sobre todo en estos que corren. ¡No puedo aconsejarte!

Aun así concretó, para ser más preciso y más exacto, en lo que no podía ser más exactamente delimitado:

-Pero de tu familia no hables.

Y definió su pensamiento por de dentro de sí mismo, aún un poco más, ya sin miedo a ser por nadie escuchado:

-Así habrá menos fusilados. Sí, cuanto menos se hable en estos tiempos, menos posibilidades de que haya más ametrallados en las tapias del cementerio.

Y continuó pensando en su fuero interno, mientras esposaba al detenido para llevarlo ante sus captores y jueces:

-Ni mencionarlos, Marcelino. De tu familia, ni hables.

Los miembros del Tribunal castrense le miraron de arriba abajo. La sentencia probablemente estaba tomada, pero era preciso observar a quién iba a aplicarse la ley. Era una deferencia que tenía el reo, la de ser contemplado por última vez, y también una comprobación necesaria para que no se cometiera ninguna injusticia formal de ese tipo. Al menos en la identidad del justiciable tenía que haber coincidencia con su fotografía, ya que iba a ser sometido a la acción del tribunal de Justicia.

Que por lo menos fuera examinado, analizado y estudiado con curiosidad por última vez.

“¿Por qué vamos a justiciar a este hombre?” se preguntó uno de los componentes de la corte militar, quizá el más dado a platearse cuestiones improcedentes en cualquier momento de las diligencias que se estaban practicando.

Cosas así no era bueno que ningún ser humano tuviese el escrúpulo de plantearse, en ningún momento de su existencia; pero mucho menos cuando iba iniciarse la sesión primera y última de un proceso.

Así que el filósofo espontáneo, metido a juez por los avatares del destino, se guardó con el manto de la sombra más boscosa que pudo la conciencia que se le había despertado en aquel momento. Echó sobre sí el subterfugio del disimulo. Se protegió con la cortina del deber. Se abrazó al abrigo de la obligatoriedad y de la obediencia a la orden recibida, y se acalló la voz que fluía desde su interior diciéndose:

-“¿Le justiciamos porque nosotros somos la justicia y él es el justiciable? Sí, a eso se debe que vayamos a hacer justicia”

-“¿Y por qué se ha producido ese reparto de papeles?” –insistió su voz interior-.

-“Porque nosotros hemos ganado la guerra” –volvió a apaciguar el enjuiciador de vidas ajenas su rebelde y sedicioso cuestionario interno, que se había vuelto inesperadamente levantisco-.

Debate que acabó del todo al echársele encima el agua que disolvía al completo la insurgente controversia, por ardorosa de fuego que esta estuviera en su inflado interior de las cuestiones dolorosas.

-“Si la hubiéramos perdido, acaso fuese él quien me estuviese juzgando a mí, sin tantas contemplaciones. En el fondo soy un blando. Esperamos que no se enteren mis compañeros de Tribunal, o podrían acabar destituyéndome”.

Y luego concluyó:

“A este chico hay que aplicarle todo el peso de la ley, o corren peligro nuestras carreras. ¡Lo siento, chico, mal momento para la piedad son estos meses!”

-Nombre y apellidos –le preguntó quien ejercía la función de mandatario máximo y presidente del Tribunal-.

No quería darlos. El muchacho pensó en lo que le acababan de decir para que protegiera lo más posible a sus familiares.

Sólo repetía:

-Fue porque tenía hambre.

Decidió guardar el mutismo mayor que pudiera sobre todo lo restante, según recordaba que había hecho, en otro tiempo, un hombre cuyo ejemplo le habían inculcado de pequeño.

Aquel otro hombre había sido llevado con las manos atadas a otro proceso distinto, tampoco nada claro.

Tal y como empiezan o acaban siendo casi todos los procedimientos en los tribunales justicieros, donde el único que está a salvo de salir indemne es el que juzga, aunque no sea el más justo, necesariamente.

Sin embargo, la estrategia de defensa de Marcelino M. no resultó buena. Concluyó el proceso, sin saber cuáles eran los cargos concretos que el Tribunal tenía contra él, aparte de haber pasado hambre durante la guerra, y haberse afiliado a un sindicato a última hora, para ver si de esa manera conseguía unas hogazas renegridas de cualquier cereal que fuese para llevar a su familia.

Pero fue condenado a muerte ante un pelotón de fusilamiento, de forma expeditiva… A la madrugada siguiente sería, sin otras dilaciones.

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Juan Pablo Mañueco

Nacido en Madrid en 1954. Licenciado en Filosofía y Letras, sección de Literatura Hispánica, por la Universidad Complutense de Madrid

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