Digan lo que digan, pocas cosas hay más intrínsecamente humanas que la sensualidad. Que nadie se asuste, no hablo de pornografía. Tampoco de sexo. Y aún, si me apuran, ni siquiera de sexualidad. Hablo de la naturaleza pura, de la hondura del ser, del anhelo de placer innato en todos nosotros. Hablo del arte del sugerir, en consonancia perfecta con el juego de ser seducido.
La sensualidad se esconde agazapada en lo más profundo del ser. En más de uno produce pavor, pero porque no la conocen. En realidad, por miedo, se niegan a conocerla, a desearla. Porque a la sensualidad hay que dejarla fluir. La sensualidad, además, danza con distintas máscaras. Puede ser una sonrisa pícara, unos labios carnosos mordiéndose junto a unos ojos entrecerrados, una piel tan suave como la arena blanca de una playa idílica, una voz susurrante y gamberra, una caricia que hiela un incendio, un beso húmedo y cálido que apenas llega a rozar la boca ansiosa del otro, una travesura, una provocación.
También, pese a ser verdad, autenticidad y plenitud, la sensualidad también es contradicción. Es placer, con o sin culpa. Es voluptuosidad y exuberancia, pero además un intimismo tal que reduce el alma hasta un desnudo cadavérico. Es mirada abierta y universal, como puede ser un vistazo rápido y oculto.
La sensualidad es, en definitiva, placer, gozo, pasión, deseo, alegría, exaltación, barbarie, primitivismo, transparencia, realidad. La sensualidad es el camino que concluye en un vacío en plenitud. Es la naturaleza abierta en canal, sin barreras. Es humanidad.
MIGUEL ÁNGEL MALAVIA
