No para.
Y es inasequible al desaliento.
Hoy, 22 de julio de 2025, el debate sobre el papel de los tribunales en la política estadounidense ha cobrado una relevancia inédita.
El regreso de Donald Trump a la presidencia y su nueva relación con la justicia están transformando la naturaleza del poder ejecutivo y reescribiendo las reglas del juego institucional.
Los últimos fallos judiciales y las decisiones estratégicas de la administración Trump demuestran cómo la Casa Blanca usa el sistema legal no solo como escudo, sino como herramienta para expandir su autoridad, desdibujando los límites entre los poderes del Estado y poniendo en entre dicho el sistema democrático.
Desde su primer mandato, Trump identificó a los tribunales federales como un campo crucial para consolidar su agenda. En solo cuatro años logró que se confirmaran 234 jueces federales, incluyendo tres magistrados del Tribunal Supremo, lo que inclinó sensiblemente el equilibrio ideológico hacia posiciones conservadoras. Esta oleada de nombramientos no solo responde a una estrategia partidista, sino a una visión del poder presidencial donde la independencia judicial se ve progresivamente subordinada a la Casa Blanca.
En su segundo mandato, con menos vacantes disponibles pero con un Congreso favorable, Trump ha acelerado este proceso priorizando candidatos leales y dispuestos a defender una interpretación expansiva del poder ejecutivo. El objetivo es claro: blindar sus políticas y limitar al máximo la capacidad de control del Congreso y los propios tribunales.
El «poder exclusivo» del presidente: una doctrina en expansión
El verdadero punto de inflexión llegó con las recientes sentencias del Tribunal Supremo, especialmente el caso Trump v. United States. En esta resolución histórica, el alto tribunal sostuvo que “la totalidad del poder ejecutivo recae en el presidente”, lo que implica una “potestad exclusiva” para ejecutar las leyes sin interferencia del Congreso o los jueces en áreas consideradas núcleo duro del Ejecutivo. Bajo esta doctrina, el presidente goza de inmunidad penal por actos considerados oficiales y puede cesar a funcionarios o dictar órdenes sin someterse a controles externos.
Esta visión, impulsada por la teoría del “ejecutivo unitario”, convierte al presidente en árbitro casi absoluto de la legalidad administrativa. Ahora, decisiones sobre agencias independientes como la Comisión Federal de Comercio o la Reserva Federal quedan bajo supervisión directa del Despacho Oval. En febrero, Trump firmó una orden ejecutiva que centraliza toda interpretación legal en manos exclusivas del presidente y el fiscal general, marginando a expertos independientes y técnicos de carrera.
Reacción judicial y política: ¿fin de los contrapesos?
La reacción no se ha hecho esperar. Las recientes sentencias han limitado también la capacidad de los jueces federales para bloquear órdenes ejecutivas mediante “injunctions” universales. El Tribunal Supremo falló a favor del gobierno restringiendo estas medidas cautelares y reforzando así el margen de maniobra presidencial frente a demandas masivas.
Sin embargo, este giro ha generado fracturas internas en el propio Tribunal Supremo. Mientras los seis magistrados conservadores —tres nombrados por Trump— han avalado esta doctrina maximalista, los tres progresistas han advertido sobre el peligro de erosionar el Estado de derecho. La jueza Sonia Sotomayor ha denunciado que estas resoluciones “no pueden coexistir con el imperio de la ley”, alertando sobre un Ejecutivo capaz de ignorar sentencias desfavorables y someter a presión a jueces díscolos.
Efectos a largo plazo: un nuevo paradigma institucional
El impacto va más allá del ciclo político inmediato. El cambio en la composición judicial asegura que muchas decisiones clave —desde derechos civiles hasta regulación económica— se resolverán bajo criterios mucho más favorables al Ejecutivo. Además, legislaciones como la JUDGES Act buscan crear decenas de nuevos puestos judiciales dependientes directamente de la Casa Blanca, perpetuando así una mayoría conservadora durante generaciones.
Al mismo tiempo, Trump ha roto con tradiciones como el “blue slip”, que permitía a senadores bloquear nombramientos judiciales sin consenso local. Ahora, todo apunta a una selección aún más partidista y menos controlada por mecanismos tradicionales. La independencia funcional de organismos reguladores e instituciones técnicas está siendo reemplazada por una jerarquía vertical centrada en la figura presidencial.
¿Hacia dónde evoluciona el sistema?
Este proceso genera inquietud tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Organizaciones civiles advierten sobre el riesgo de instaurar un modelo institucional donde los tribunales dejan de ser un contrapeso real al poder presidencial y se convierten en extensiones políticas del Ejecutivo. Analistas internacionales observan con preocupación cómo se redefine el equilibrio entre poderes en la mayor democracia occidental.
Los próximos meses serán decisivos. Queda por ver si esta tendencia se consolida o si surgirán resistencias efectivas —desde el Congreso o dentro mismo del aparato judicial— capaces de frenar esta deriva hacia un presidencialismo sin precedentes en la historia moderna estadounidense.
En definitiva, Donald Trump está usando los tribunales para reforzar su dominio político e institucional, con profundas implicaciones para el futuro democrático norteamericano y global. La transformación ya está en marcha; su alcance final dependerá tanto de las próximas batallas legales como de la respuesta social e internacional ante este nuevo paradigma presidencial.
