Cuando yo era estudiante, hace 50 años y en lo que se conoce como tardofranquismo, ser progre no era una opción: era la única manera aceptable de mirar al mundo.
La izquierda era bondad, compasión, justicia; la derecha, atraso, intolerancia, egoísmo.
Y, como tantos, acepté con entusiasmo e ingenuidad la averiada mercancía.
Me garantizaba un lugar en el rebaño y me convertía automáticamente en “buena persona”.
Era cómodo, pero tenía y tiene un precio. Exige cargar con culpas, miedos y una permanente ansiedad.
Para empezar, por ser blanco, heterosexual y occidental, estoy obligado a asumir, privada y públicamente, que mis antepasados fueron culpables de casi todo lo malo, desde la esclavitud al colonialismo, pasando por la guerra o la contaminación.
Aunque tú no hayas colonizado nada y tus ancestros nunca salieran de España para conquistar tierras lejanas, fornicar con las indias o regentar plantaciones de caña de azúcar.
Lo que nunca se mencionaba era que la esclavitud existía mucho antes de Cristóbal Colón, los Reyes Católicos, Hernán Cortés o Pizarro y que fue Occidente quien abolió esa práctica inmoral.
Gran Bretaña prohibió a cañonazos la trata en 1807 y Estados Unidos libró una guerra civil que costó más de 600.000 vidas para acabar con esa lacra.
Ninguna otra civilización ha hecho un esfuerzo comparable.
El segundo gran pecado es el climático. Y tienes que interiorizar, empujado por majaderos como Al Gore o Greta Thunberg, que el Planeta Tierra está al borde del colapso.
El resultado, además de la destrucción del paisaje, son facturas de la luz desorbitadas y mamonadas como la Agenda 2030.
Y como remate, tienes que odiar a tu país, su Historia, sus valores y sus símbolos, empezando por la bandera, además de vituperar —en aras de lo periférico, lo parroquial o lo woke— instituciones que unen o protegen, como la familia, la Patria o el Ejército.
Mostrar orgullo nacional es un crimen moral y debes dar por sentado que todas las culturas, religiones, civilizaciones y sociedades son iguales y respetables.
Lo nuestro —las catedrales góticas, los palacios renacentistas, las plazas barrocas, la tauromaquia, la ópera o los museos— son, desde la óptica progre, una filfa equivalente al velo islámico, el cuscús o la yihad.
Y tener hijos y querer educarlos resulta escasamente o una tendencia cutre.
Los fanáticos del progresismo han convencido a generaciones enteras de los herederos de Occidente de que tener hijos es sospechoso, irresponsable e inmoral. Recitando la letanía de que el mundo está superpoblado, se ha convencido y se sigue convenciendo a millones de pardillos de que los hijos destruyen el Planeta Tierra, la maternidad es opresión y la paternidad un vicio.
Los patéticos resultados de esa línea de pensamiento están a la vista: somos un país de viejos, con las tasas de fertilidad más bajas del mundo y sufrimos un Invierno Demográfico que amenaza nuestra supervivencia.
Pues no… me niego a suicidarme, renunciando a mis raíces.
Me siento orgulloso de ser miembro de la Civilización más avanzada de la Historia, creo en la familia, apuesto por ser feliz y no un amargado y voy a votar a la derecha, porque reseteamos España o nos quedamos sin ella.