Victor Entrialgo De Castro: «Oviedades»

Victor Entrialgo De Castro: "Oviedades"

No soporto que la gente diga obviedades. Ni a la gente que dice no soporto. Pero si hay una obviedad ganadora en este momento, ésa es sin duda, “hazme caso, nos volverán a confinar”. Claro que puede suceder, pero nos matarían de inanición y de muchos otros males. Por eso salvo para dispersar con voladores a los salvajes, que podrían hacerlo de vez en cuando, no vamos a estar repitiéndolo todo el tiempo.

Una oviedad es otra cosa. Una oviedad es una cosa que sólo pueden decir los de Oviedo o los que han estado allí alguna vez. Decir que Oviedo es una ciudad ideal para vivir, por ejemplo. Una ciudad de cuento, como dice Woody Allen, con una Reina Leticia, y una princesa, Leonor. Una pasión según la Regenta o según San Mateo, su patrón o que Septiembre es el mes de Oviedo, por donde pasa cuando toca, en tiempos diversos, un tranvía llamado deseo.

Cualquier ciudad que se precie es buena para el confitamiento. Los cafés de Paris, Praga, Viena o Salzburgo, por poner un ejemplo. Pero puestos a confitarnos en Oviedo, tomar café en Peñalba, como antaño, hoy en La Mallorquina o en Rialto, sería una buena elección, de paso hacia algún concierto. Hablar de música en Oviedo, con la Ópera en el Teatro Campoamor o en el Auditorio Príncipe Felipe, con la OSPA, las Jornadas Iberni de Piano o el legado de los Virtuosos de Moscú, además de redundancia y tradición, es otra oviedad.

El espíritu de Oviedo es discreto, vetusto, silencioso y elegante, como un esencia. Y la elegancia es una distinción que consiste en no sacar las cosas de su quicio.

A través del Campo de San Francisco puedes dirigirte a cualquier lugar de la ciudad y te llevarás un soplo de aire fresco y atmósferas de apaciguamiento. La gente allí siempre se preocupó de salir arreglada y una vez vi en un semáforo la sombra de una mujer con un traje azul, casi malva, que se me quedó en la retina, y en la memoria.

Es pues obviedad, con b y sin b, decir que Oviedo es un buen lugar para los ojos. No sólo por el Norte, con el monte Naranco a cuya falda se extiende la ciudad, con los monumentos prerrománicos del Rey Ramiro I, Alfonso II o Fruela que se lo comió un oso, reyes de la Monarquía asturiana de los que desciende Pelayo, piedras de 13 siglos, como el palacio de caza de Santa Maria del Naranco o la iglesia San Miguel de Lillo, sino porque a sus pies, antes de empezar las rampas, está el Instituto de los doctores Vega reputados oftalmólogos.

Y si no fueran suficientes razones para nuestra vista, coronando el Monte Naranco, desde el Sagrado corazón que preside la ciudad, en los dias azules y despejados hay una vista panorámica de 360 grados desde la que mirando al Norte puedes ver incluso Gijón y el mar, que están a 28 Kms, al este los Picos de Europa, y al sur la Sierra del Aramo, lugar de la que proclamo a nuestro querido padre, fallecido este año, pintor oficial.

En el campo de San Francisco, en el centro de la ciudad, hubo una vez una osa Petra, y un oso, Perico, que vivían en una cueva de piedra rodeada de una jaula protectora que comía las galletas de miel y barquillos que le lanzaban los niños, y un dia, en una metáfora, le llevó el brazo a un niña de las que les daban de comer.

También hay pavos reales con su vistosa cola desplegada que a veces cruzan volando al Banco de España o aún más allá y un estanque con patos y cisnes blancos y negros junto al aguaducho, un sitio fresco en los dias de calor adonde cuando éramos muy niños nuestra madre, nuestra mejor y más grande obviedad aunque no haya nacido en Oviedo, con una vida entera dedicada a sus hijos, suprema consagración, nos llevaba a tomar un refrigerio.
Y ahí, en este lugar del que he querido acordarme, donde he estado confinado en 2020, vivían hace ya mucho tiempo dos monjes, Máximo y Fromestano, un tío y un sobrino, como los míos, que decidieron un día instalarse aquí, montar el campamento y fundar una ciudad. Oviedo es una satisfacción. Un premio.

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