El infantilismo político y la estafa estructural de las democracias liberales

El infantilismo político y la estafa estructural de las democracias liberales

Hay algo profundamente infantil en la forma en que se ha instalado el debate político en España. No es una cuestión de edad ni de formación académica, sino de actitud. Se ha normalizado un clima en el que la responsabilidad individual molesta, la madurez incomoda y cualquier intento de introducir matices se interpreta como una provocación. La política ha dejado de hablar a ciudadanos adultos y ha optado por dirigirse a una audiencia emocionalmente inmadura, permanentemente agraviada y siempre dispuesta a sentirse víctima de algo.

Este infantilismo no surge por casualidad. Es rentable. Gobernar a adultos exige explicar, convencer, rendir cuentas y asumir costes. Gestionar masas enfadadas solo requiere alimentar emociones básicas: miedo, rabia y sensación de injusticia permanente. El discurso público ya no se orienta a resolver problemas, sino a mantenerlos vivos, porque un conflicto enquistado moviliza más que una solución incómoda. La política contemporánea no administra realidades: administra emociones.

Así, el espacio público se ha transformado en una especie de patio de colegio ampliado, donde cada bando se presenta como víctima indefensa y retrata al otro como una amenaza moral. No hay adversarios, solo enemigos. No hay discrepancias, solo agresiones. El que grita más fuerte siempre tiene ventaja sobre el que razona mejor. La complejidad se castiga, la duda se desprecia y cambiar de opinión se presenta como una traición. Pensar despacio —que es la base de cualquier madurez cívica— se convierte en un acto sospechoso.

La cronificación interesada del conflicto

Esta «lógica perversa» no se limita al ruido parlamentario o a las redes sociales. Se filtra en la vida cotidiana, en las conversaciones familiares y en espacios que antes funcionaban como refugios frente a la política. Se ha instalado la idea de que convivir con quien piensa distinto es una claudicación moral, y que mantener vínculos personales por encima de la ideología equivale a una traición. Es una idea tóxica que solo beneficia a quienes viven de la confrontación.

La violencia política no siempre adopta formas explícitas. A menudo se presenta de manera más eficaz: deshumanizando al otro, reduciéndolo a una etiqueta y negándole cualquier complejidad. Cuando alguien deja de ser una persona para convertirse en un símbolo, todo vale. Y cuando eso se normaliza, la convivencia se degrada y el espacio común se estrecha hasta desaparecer.

Lo más revelador es que quienes fomentan este clima rara vez lo sufren. El enfrentamiento es rentable para quienes lo agitan desde tribunas mediáticas o despachos oficiales, donde el conflicto se convierte en herramienta de poder. El precio lo pagan los ciudadanos corrientes: los que no viven de la política, los que no obtienen rédito del enfrentamiento y los que solo quieren vivir sin librar una batalla ideológica permanente.

La colusión y el teatro del enfrentamiento

Hay, además, un paralelismo esclarecedor con ciertas prácticas profesionales: no pocos abogados prolongan pleitos innecesariamente, no para defender mejor a su cliente, sino para eternizar la dependencia. Más aún: en ocasiones pactan ritmos y tiempos con el abogado de la parte contraria, administrando el conflicto de forma concertada mientras mantienen a sus clientes al margen. La confrontación es teatral; el acuerdo real, silencioso.

En la política profesionalizada ocurre algo muy similar. La guerra pública es ruidosa, pero el consenso profundo —el que protege privilegios, estructuras e incentivos— es discreto. Los bandos se necesitan mutuamente. Sin enemigo no hay relato; sin relato no hay movilización; y sin movilización no hay dependencia. Por eso tantos conflictos se reciclan, se reformulan o se eternizan, pero rara vez se resuelven. El ciudadano, como el cliente del pleito interminable, cree estar defendido cuando en realidad está siendo engañado.

No se le “gestiona”. Se le estafa. Se le oculta información relevante, se le infantiliza deliberadamente y se le trata como si fuera incapaz de comprender la realidad. Primero se le reduce a masa emocional; después se le desprecia. Un ciudadano informado y adulto rompe el modelo. Un ciudadano indignado pero desinformado lo sostiene.

El dicho incómodo (y revelador)

Por eso resulta tan ilustrativo —aunque suene grosero— un dicho popular que circula con notable éxito en Internet: “los abogados son como las putas: te piden que adelantes el dinero por el servicio que se supone que van a prestar —provisión de fondos lo llaman— y luego tienes que rogarles para que se muevan”. La crudeza no es elegante, pero tampoco es gratuita. Funciona porque conecta con una experiencia compartida: pagar por adelantado y terminar suplicando cumplimiento.

Trasladado a la política, el paralelismo es evidente. El ciudadano adelanta todo: su voto, su confianza, sus impuestos y su legitimidad democrática. Y una vez hecho el pago, comienza la espera. Los recursos recaudados no se traducen en mejores servicios ni en prestaciones más eficaces. Los plazos se dilatan, las responsabilidades se difuminan y el ciudadano descubre que, para obtener aquello que ya ha financiado, debe insistir, reclamar y rogar. Se olvida, además, que los gestores de lo público son empleados del ciudadano, pues de él reciben su salario.

Democracia liberal y el círculo vicioso de la confrontación

El fenómeno que describimos no es un fallo aislado del sistema político español: es, en buena medida, una manifestación de la lógica que Jason Brennan señala en Contra la democracia. Brennan invita a preguntarnos si el sistema que solemos considerar “el menos malo” no es, en realidad, ni remotamente el mejor para la gestión de lo público. Porque, más allá de sus promesas formales, la democracia liberal moderna no garantiza la elección de los más capaces para gobernar ni fomenta la convivencia ciudadana. Muy al contrario: muchas veces estimula la confrontación, la crispación y la desarmonía social, alimentando un clima de división constante que debilita la cohesión.

Este efecto se conecta con una intuición clásica: lo que Averroes denominaba la “ecuación que mueve al mundo”. En ella, la ignorancia empuja al miedo, el miedo al odio y el odio a la violencia. Si la dinámica de nuestras democracias liberales produce, como resultado final, ciudadanos manipulados por emociones primarias, enfrentados entre sí y desconfiados de sus representantes, el sistema deja de ser una herramienta de orden público o de mejora de la vida colectiva para convertirse en un mecanismo de perpetuación de la dependencia, la indignación rentable y el conflicto crónico.

En otras palabras: si el producto final de un régimen político es un círculo vicioso de ignorancia, miedo, odio y violencia —como ocurre en buena parte de la política contemporánea—, entonces, como dirían los más pragmáticos, “apaga y vámonos”.

La Nochebuena como gesto adulto

Y entonces llega la Nochebuena. Una fecha incómoda para quienes necesitan que el conflicto sea permanente. Porque la Nochebuena no entiende de consignas ni de relatos épicos. Es una mesa compartida, imperfecta y a veces incómoda. Es sentarse con quien piensa distinto, con el familiar que vota lo contrario y con quien dice cosas que no nos gustan. Y no pasa nada.

Sentarse a esa mesa es hoy un gesto más adulto y más valiente que muchos discursos grandilocuentes. Es negarse a convertir cada conversación en un mitin y cada discrepancia en una tragedia moral. Es recordar que la política pertenece al ámbito de las ideas y no al de los afectos personales. Y que romper la convivencia en nombre de una supuesta superioridad moral suele ser una coartada, no un principio.

Tal vez convenga aprovechar este momento para dejar el victimismo fuera, brindar con quien no piensa como uno y recordar algo esencial: la madurez consiste en gestionar la diferencia sin dramatizarla. La indignación rentable puede esperar. Sin público, se marchita sola.

Un contrapunto histórico: colaboración frente a confrontación

Para completar esta reflexión, conviene situarla en perspectiva histórica. Frente a la narrativa que se ha generalizado —muy influida por corrientes marxistas— según la cual la historia de la humanidad habría sido una constante confrontación entre opresores y oprimidos, la verdad histórica ofrece un panorama distinto. Si bien la violencia y la lucha por recursos existen, predomina en la historia humana una actitud colaborativa, solidaria y de apoyo mutuo, basada en la complementariedad y la cooperación.

Gran parte de la supervivencia y progreso de nuestra especie se ha sustentado en lo que hoy llamaríamos ensayo-error: probar soluciones, adoptar lo que funciona y desechar lo que fracasa. La cooperación permitió el intercambio de conocimiento, la construcción de comunidades estables, la transmisión de tradiciones y la generación de instituciones que, cuando funcionaron bien, promovieron la seguridad y la prosperidad colectiva.

Esta realidad histórica sirve de contraste con la política contemporánea: un entorno en el que la confrontación se magnifica artificialmente, en el que la dependencia emocional se sobrepone a la cooperación real y en el que la retórica del conflicto se antepone a la acción eficaz. Recuperar la perspectiva de la complementariedad, el aprendizaje conjunto y la colaboración es, en buena medida, una forma de comportarse como adultos, de restituir la lógica de la historia frente al artificio de la indignación rentable.

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