Tanto la palabra "Iglesia" como el concepto de Iglesia aparecieron muchos años después
(Ariel Álvarez, teólogo).- Muchos católicos creen que Pedro fue el primer papa que tuvo la Iglesia, y que el papado fue creado por el mismo Jesús el día que le dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). El Evangelio de Mateo es el único que cuenta esa escena.
Dice que cierto día en que Jesús estaba de viaje cerca de la ciudad de Cesarea de Filipo, al norte del país, les preguntó a sus discípulos qué opinaba la gente sobre él. Ellos le contestaron que todos estaban fascinados, y que lo comparaban con los grandes personajes de la historia de Israel: con Juan el Bautista, con Jeremías, y hasta con el glorioso Elías. Jesús había entrado, sin duda, en la galería de los grandes héroes. Pero Jesús volvió a interrogarlos: «¿Y ustedes quién dicen que soy yo?».
Simón entonces contestó: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Al oír esta respuesta, Jesús lo felicitó diciendo: «Feliz de ti, Simón, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Y añadió: «Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,13-19).
Este episodio es uno de los más discutidos por la exégesis bíblica, y desde hace siglos los estudiosos se preguntan qué significado tiene. Según la interpretación tradicional, aquí Jesús habría creado el papado, y habría puesto a Pedro al frente de la Iglesia. Sin embargo, serios argumentos impiden hoy seguir defendiendo esta interpretación.
Nadie fue a preguntarle
En primer lugar, si Jesús en verdad nombró a Pedro como jefe de la Iglesia, ¿cómo es que Mateo fue el único que se enteró, mientras los demás evangelistas ignoraron completamente un hecho tan trascendente?
En segundo lugar, si Jesús invistió a Pedro con semejante autoridad delante de todo el grupo, ¿por qué después encontramos a los discípulos discutiendo por los primeros puestos (Mt 18,1; 20,20-28)? ¿Y por qué Jesús, al verlos rivalizar así, no les recordó que ese lugar ya estaba asignado a Pedro, que era el nuevo jefe y guía de la Iglesia?
En tercer lugar, al morir Jesús y fundarse la primera comunidad cristiana, no vemos a Pedro actuar como se esperaría de un papa. Por ejemplo, cuando hubo que nombrar al sucesor de Judas, no es Pedro quien lo elige sino que es toda la asamblea la que ora, decide y lo acepta (Hch 1,23-26). Cuando hay que mandar predicadores para evangelizar Samaria, Pedro es enviado por los demás apóstoles como si fuera un misionero más, sometido a los otros (Hch 8,14). Cuando Pedro bautizó al centurión Cornelio, la comunidad entera se lo reprochó, y tuvo que presentarse en Jerusalén para dar explicaciones (Hch 11,1-18). Y cuando en Antioquía se discutió si los paganos debían o no circuncidarse, a nadie se le ocurrió consultarle a Pedro; se reunió un concilio, donde todos hablaron, y donde la opinión de Pedro fue una más, pero la decisión fue tomada por los apóstoles y presbíteros (Hch 15).
Imposible adivinar
Finalmente, resulta difícil aceptar que Jesús le haya dicho a Pedro que sobre él iba a fundar la Iglesia, porque tanto la palabra «Iglesia» como el concepto de Iglesia aparecieron muchos años después, según se deduce del Nuevo Testamento. Aquí, de las 114 veces que figura el término, nunca lo encontramos expresado durante la vida de Jesús (fuera de un par de escenas tardías, narradas sólo por Mateo: 16,18; 18,17). Evidentemente el concepto de Iglesia surgió después de Jesús, cuando la comunidad cristiana ya se había organizado con sus autoridades, su jerarquía y su estructura propia.
Esto lo vemos muy bien en los escritos de san Lucas. En su primer libro (el Evangelio), que narra cuando Jesús todavía vivía, el evangelista nunca emplea la palabra «Iglesia» para referirse a la comunidad. Utiliza otros términos como «grupo», «seguidores», «discípulos». Pero en su segundo libro (Los Hechos), cuando Jesús ya ha muerto y los cristianos se han organizado en Jerusalén, entonces sí comienza a hablar de «Iglesia».
Es decir que el concepto de «Iglesia» como la reunión de las comunidades cristianas, al frente de la cual debía estar Pedro como papa, no existía en tiempos de Jesús, de modo que éste no pudo haberle encargado al apóstol que fuera su piedra fundamental. Tampoco Jesús podía haber imaginado que, luego de su muerte, sus seguidores iban a organizar la Iglesia con la presencia de sacerdotes y obispos, al frente de los cuales estaría la figura de un papa.
Debates en la ciudad
¿Por qué entonces Mateo relata la escena en la que Jesús le encarga a Pedro ponerse al frente de la Iglesia universal y conducirla?
Para resolver este enigma, debemos tener presente que Mateo compuso su Evangelio para los cristianos de Antioquía, la capital de Siria, donde él vivía. Y precisamente en Antioquía, unos años antes se había producido un grave incidente. Alrededor del año 48 se enfrentaron allí dos ideologías o posturas teológicas: la de Pablo y la de Santiago.
Desde su «conversión», san Pablo había comprendido que los cristianos ya no estaban sometidos a la ley de Moisés. Se hallaban libres de las prescripciones judías, y no tenían por qué practicar la circuncisión, ni las normas dietéticas, ni el descanso del sábado. Pablo afirmaba que la muerte y resurrección de Cristo los habían liberado de todos esos ritos, y que bastaba con creer en él y seguir sus enseñanzas para ser un buen cristiano. Muchos creyentes aceptaban esa postura, porque ayudaba a los paganos a convertirse al cristianismo y les simplificaba su práctica religiosa.
Pero un día llegaron a Antioquía, donde vivía Pablo, unos misioneros procedentes de Jerusalén. Venían de parte de Santiago, el hermano de Jesús y máximo dirigente de la comunidad cristiana de Jerusalén. Estos misioneros tenían una posición más cerrada y conservadora con respeto a la ley de Moisés. Sostenían que los cristianos sí debían cumplir con los preceptos judíos, además de observar el Evangelio, porque si no, se corría el peligro de romper con la tradición ancestral del pueblo de Israel.
La calma del equilibrio
Ambas tendencias no tardaron en enfrentarse en Antioquía. La discusión, relatada en la carta de Pablo a los gálatas (Gal 2), fue sumamente encrespada. La postura de Pablo ofendía a los cristianos que venían del judaísmo; y la de Santiago, a los cristianos que venían del paganismo. Hubo acusaciones mutuas y descalificaciones, las partes se agraviaron mutuamente, y la comunidad terminó herida y dividida.
En medio del altercado surgió la figura de Pedro que en aquel momento también se hallaba de paso en Antioquía. Éste, si bien al principio se adhirió a la postura de Santiago, sabemos que más tarde dio marcha atrás y asumió una actitud más equilibrada, aportando así la luz que hacía falta para resolver el conflicto. Por un lado, rechazó la posición extrema de Pablo, que eliminaba todas las leyes judías de la comunidad cristiana. Pero por otro también descartó la línea radical de Santiago, que pretendía imponer a todos las normas del Antiguo Testamento, lo cual desalentaba la conversión de los paganos. Asumió, pues, una postura más equilibrada entre las dos visiones, y propuso una solución intermedia: aceptó que algunas normas de Moisés debían ser observadas por los cristianos (como decía Santiago), pero eliminó el rito de la circuncisión y otras normas judaizantes (como proponía Pablo). De esta manera, la iglesia de Antioquía quedó marcada por la posición petrina de pensamiento, y Pedro se convirtió en el referente teológico por excelencia de los cristianos antioquenos.
Los extranjeros primero
Sin embargo los ecos de aquella áspera disputa no se acallaron del todo, y de vez en cuando aparecía en la comunidad algún representante de uno u otro bando, intentando imponer de nuevo su punto de vista extremista, ya superado por la Iglesia local. O llegaban noticias de otras iglesias, organizadas según esas otras posturas. Por eso, cuando alrededor del año 80 un cristiano de Antioquía (al que nosotros llamamos Mateo) decidió escribir su Evangelio, se propuso enseñar en él la teología moderada que había aprendido en la catequesis de su comunidad.
Así se explica el enorme esfuerzo que encontramos en el Evangelio de Mateo por reflejar las ideas intermedias de Pedro, procurando a la vez evitar el «santiaguismo» (que pretendía imponer las prácticas judías) y el «paulinismo» (que intentaba rechazar toda práctica judía).
Por ejemplo, nos dice por un lado que Jesús no vino a suprimir la Ley de Moisés sino que vino a cumplirla (Mt 5,17-19); enseña que el descanso del sábado sigue teniendo valor (Mt 24,20); subraya la importancia de costumbres judías como el ayuno (Mt 6,16-18); aprueba la función de los sacerdotes del Templo de Jerusalén (Mt 8,4; 17,27); y elogia el comportamiento de los fariseos como ejemplar (Mt 5,20).
Pero como contrapartida muestra una gran apertura hacia los paganos. Dice que cuando nació Jesús, los primeros en visitarlo fueron unos extranjeros (Mt 2,1); que Jesús se instaló a predicar en Galilea para que los gentiles pudieran escucharlo (Mt 4,12-16); que un centurión romano demostró tener más fe que cualquier otro israelita (Mt 8,10); que al morir Jesús, unos militares foráneos lo reconocieron como Hijo de Dios (Mt 27,54); que el Evangelio no debía reservarse sólo para los judíos (Mt 24,14; 26,13); y que durante su ascensión al cielo, Jesús ordenó evangelizar a todas las naciones del mundo (Mt 28,19).
Remitirse a apariciones
En este contexto podemos entender mejor por qué Mateo incluyó el episodio de Simón Pedro en su Evangelio. En primer lugar, cuando nos cuenta que, luego de su confesión de fe, Jesús felicita a Pedro y lo declara piedra fundamental de la Iglesia, no es posible que Mateo estuviera pensando en la Iglesia universal, ni en la creación del papado, ni en el Vaticano. Más bien pensaba en la Iglesia de Antioquía, ya que sólo a ella dirige su mensaje, por ser la destinataria de su Evangelio; y por ende, sólo a ella le pide que tenga a Pedro como piedra fundamental.
Y en segundo lugar, cuando dice que Pedro es la roca sobre la que se asentará su Iglesia, no se refiere a la persona de Pedro, como si él físicamente hubiera tenido que gobernarla. Se refiere a las ideas teológicas de Pedro, a la fe de Pedro. Lo que quiere decirnos es que el enfoque y las enseñanzas petrinas constituyen la manera correcta de organizar una Iglesia; por eso la comunidad de Antioquía debe seguir esa doctrina, independientemente de lo que hagan las demás comunidades.
Mateo sabía que, después del incidente del año 48, otras comunidades cristianas se habían organizado de manera diferente, siguiendo las directivas de otros apóstoles. Unas (como las de Grecia y Asia Menor) se regían por las indicaciones de Pablo, el cual gozaba de gran prestigio por haber recibido una revelación directa de Jesús resucitado (Gal 1,11-17); posiblemente los «paulinos» de la época de Mateo se basaban en ella para justificar su modelo de comunidad. Otras iglesias (como las de Jerusalén y Judea) se ajustaban a las instrucciones de Santiago, el cual también había recibido una revelación de Jesús resucitado que lo avalaba (1 Cor 15,7).
Fundada en un pensamiento
Pues bien, Mateo, mediante la escena de Cesarea de Filipo, intenta decirnos que Pedro también recibió una revelación divina para organizar la Iglesia. Pero la suya era anterior a la de cualquier otro apóstol, porque mientras los demás la recibieron después de resucitar Jesús, Pedro la recibió durante la vida de Jesús. Su encargo era, pues, cronológicamente anterior y más genuino que las revelaciones invocadas por Pablo o por Santiago.
De este modo, Mateo puede justificar la teología y la estructura que había en su Iglesia, diciendo que estaba fundada sobre el pensamiento de Pedro. Por ello conservaba la garantía de la voluntad histórica de Jesús. Algo que no podían afirmar, por cierto, las demás comunidades cristianas.
La escena de Cesarea de Filipo no pretendía, pues, decirnos que Jesús colocó a Pedro como jefe de la Iglesia universal, como hoy interpretan muchos. Mateo escribía para la Iglesia de Antioquía, y su Evangelio era obligatorio sólo para ella. Tampoco quiso decirnos que, muerto Pedro, se debía elegir un sucesor para que continuara gobernando toda la Iglesia. Mateo no podía haberse imaginado que un día las comunidades cristianas se unirían bajo el gobierno monárquico mundial de una sola persona, considerada la heredera de la potestad de Pedro.
La realidad posterior
A partir del siglo II, los obispos de Roma empezaron a atribuirse una autoridad especial por encima de los demás obispos. Y este hecho no se debió al Evangelio de Mateo, sino a factores sociológicos: Roma era la capital del imperio, tenía una comunidad cristiana numerosa y significativa, se había convertido en un centro importante de la ortodoxia, contaba con fundadores apostólicos, y allí se hallaban las tumbas de Pedro y de Pablo.
Así, el primer obispo de Roma que gobernó la Iglesia con cierta autoridad suprema fue Aniceto (155-166). Luego, el primero que invocó la frase mateana de la roca para justificar su poder fue el papa Esteban (254-257). El primero en llevar el título de «papa» (= padre) en Occidente fue Siricio (384-399). Y el primero en imitar al emperador en su poder absoluto y autoritario, interpretando de manera jurídica el texto evangélico de Mateo, y portando el título imperial de Sumo Pontífice, fue León I (440-461). Había nacido el papado.
No es correcto pues decir, como a veces se afirma, que Jesús puso a Pedro al frente de la Iglesia como primer papa. Y tampoco es correcto decir que, desde entonces, Pedro tuvo sucesores de manera ininterrumpida. Como vimos, el papado es una institución tardía, surgida a fines del siglo II, creada sobre la base de factores circunstanciales, e implantada de modo permanente en la época del emperador Constantino (siglo IV). Surgió, pues, como resultado de un proceso histórico, no de la voluntad histórica de Jesús.
Sueños de realidad
Podemos, sin duda, afirmar que el papado ha sido fundamental para la vida de la Iglesia. Incluso debemos reconocer que, a lo largo de sus casi dos mil años de historia, prestó un valioso servicio religioso, social y cultural, sobre todo a Occidente. Otra cosa es preguntarse si hoy la Iglesia debería seguir teniendo al frente un papa tal como lo tenemos actualmente, o si ha llegado la hora de hacer cambios en la forma de gobernar la Iglesia. Si algún día la Iglesia quisiera prescindir de los papas, y organizarse de otra manera, podría hacerlo sin ser infiel a la voluntad de Jesús, porque no fue él quien los puso al frente de la Iglesia, ni forman parte del mensaje del Nuevo Testamento, ni del credo, ni de la esencia del cristianismo.
En 1997, el teólogo español José Ignacio González Faus le escribió una carta al papa Juan Pablo II, pidiéndole que renunciara al cargo de Jefe de Estado del Vaticano. Le decía: «Aunque tu Estado es ridículo, el título te condiciona e impone infinitas exigencias, de relación y de protocolo, que desvirtúan tu manera evangélica de comportarte. ¿Te imaginas a Jesús de Nazaret viajando por Palestina como Jefe de Estado, y hablando de la paternidad de Dios?»
La carta nunca fue contestada. Pero es cierto que, tras una historia a la vez gloriosa y sombría, la Iglesia debería replantearse hoy el sentido y la misión del papado. Ha llegado la hora en que el Sumo Pontífice vuelva a ser un humilde servidor de la comunidad, libre de poderes, carente de privilegios, hermano mayor entre los demás hermanos, lazo de unidad entre las iglesias, mensajero de paz, defensor de los pobres, protector de los excluidos, testimonio de sencillez, y ejemplo de diálogo. Sólo así será en verdad la «piedra» sobre la que Jesús podrá edificar una nueva Iglesia.