Muchas veces los recuerdos son más reales que todo lo que la gente dice que es real
(Manuel Mandianes).- En la aldea, el aire frío y afilado de la nieve, que se cuela por las paredes y las puertas sin rendijas como los habitantes de la noche, nos es familiar como el ladrido del perro, el piar de los pájaros, el canto del gallo. Nuestro corazón aguanta, como la lengua entre los dientes, los calores del verano, los fríos del invierno, la pesadumbre de los días sin nada; se arropa con lo inefable y lo indecible de lo que ocurre al amor del fuego, en las tabernas, en el taller del carpintero y de la costurera, en la forja. Hay casas vacías llenas de pasos de los nuestros que se fueron para seguir estando siempre.
Todo esto ha configurado, de generación en generación, nuestra manera de ser. Muchas veces los recuerdos son más reales que todo lo que la gente dice que es real. Aquí vivimos, viendo siempre la última colina que se da la vuelta, se acerca, se aleja, oyendo a lo lejos, rumores de otras vidas, de otros valles.
Ayer viajé al lado de un gitano que iba con su mujer y un churumbel, de una ciudad a otra porque «aquí los rumanos y los búlgaros nos han robado el trabajo. Lo agarran todo, cartones, chatarra, limpian la tierra, no dejan nada, son una mafia». Luego, al lado de un joven rumano que iba de una ciudad a otra para subirse a un autobús que lo llevaría a su ciudad natal. «Aquí gano más que en mi país pero vivo lejos de los míos. Es como si estuviera lejos de todo aunque ya tengo aquí muy buenos amigos». Durante varias horas me habló de su país, del magnífico Danuvio. En el metro, esta mañana, una señora que, aparentemente debía de rondar los 70 años nos decía: «Una moneda, por favor. Tengo dos hijitas, la más pequeña de seis meses y no tengo leche para darle»
Pensé muchas veces en Ivana, el joven rumano que viajó conmigo ayer. Cuando nos dijimos adiós le quedaban aún, 3000 kilómetros de viaje, «tres días y tres noches para abrazar y besar a mi hija». Esta mañana, yendo en el metro en la gran ciudad oí a una viejecita que decía a alguien por teléfono: «Dime, ¿cuánto tiempo tardarás en regalar tu belleza a mis ojos?». Entonces me di cuenta de la belleza que me rodeaba, y me dije: «Muchas veces andamos como ciegos, no vemos, no miramos. Nos conformamos con oir desgracias y contarlas añadiendo nuestro granito de arena».
El juego que los Reyes de este año repartieron a manos llenas, La patrulla canina, enseña que lo que no soluciona un perro lo hace otro, y Siete samuráis de Kurosawa enseña que lo que no puede un dios lo puede otro. Los Hechos de los Apóstoles dicen que los `primeros cristianos, porque vivían lo que habían aprendido de Jesús, vivían como si todos fueran uno. El que tenía una necesidad sólo le hacía falta abrir la boca para obtener de los demás lo que estaba en sus manos proporcionarle.
El hombre solo puede acosar al mundo mediante el lenguaje. Sólo él nos permite separar, fraccionar e intentar entender las partes aisladas. Lo malo es que, en nuestros días hablamos para tratar de convencer a los demás no para escuchar sus ideas ni sus argumentos ni sus necesidades. Solo los más esforzados no se cansarán de buscar un enunciado, una técnica, una solución que todo el mundo pueda compartir.
El fútbol (no) es así, ya en librerías.