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    "La Iglesia necesitaba con urgencia un Papa libre y decidido. Incluso, desconcertante"

    La primavera del Papa Francisco cumple cuatro años

    "El Vaticano ha pasado de los principios innegociables a la misericordia como referente fundamental"

    Redacción 
    12 Mar 2017 - 20:39 CET
    La primavera del Papa Francisco cumple cuatro años
    El Papa Francisco, cuatro años del pontificado de la ternura
    Archivado en: Desigual | Donald Trump | Honda | Iglesia Católica | Manuela Carmena | Vaticano | VOX

    Se ha convertido en un referente de autoridad moral para creyentes o no creyentes. Es la última esperanza de los descamisados

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    (José Manuel Vidal).- El día 13 de marzo se cumplen cuatro años de un «milagro«, que, a pesar de inesperado, ha cuajado ya en la Iglesia y en el mundo. El prodigio lleva el nombre de Francisco y el lema de otro Francisco y santo de Asís: «Repara mi Iglesia».

    En estos pocos años, Bergoglio ha transformado una institución hundida, humillada y denostada, en un referente mundial de misericordia y esperanza. Algunos dicen que los milagros no existen. Pero aquí y ahora, antes nuestros ojos, se está cumpliendo uno de los mayores: la primavera floreciente de la vieja Iglesia católica.

    La Iglesia necesitaba con urgencia un Papa libre y decidido. Incluso, desconcertante. Necesitaba un hombre tan apasionado por el Evangelio que echase por tierra siglos de papado imperial. Necesitaba un líder que desconcertase profundamente a los que, por la inercia de los siglos, están acostumbrados a ver en el Sumo Pontífice un rey absoluto, dotado de mando y de poder sagrado, que es la máxima encarnación del poder.

    Y llegó el milagro inesperado. Un huracán renovador, que nos sacó del túnel de la involución. Quizás, porque, como persona, lo tiene todo. Está hecho de la pasta de los lideres llamados a convertirse en iconos mundiales. Como Papa, parece ‘tocado’ por el dedo de Dios. Como persona y como Papa nos ha devuelto la alegría de sentirnos católicos y la esperanza de que la Iglesia vuelva a convertirse en buena samaritana para el mundo de hoy.

    De su mano, suena en el mundo la gran sinfonía de la primavera de la Iglesia. Una primavera que no tiene marcha atrás y que se va marcando a fuego lento en los clichés de la actualidad y en las imágenes de los medios. Y eso que el sistema mediático mundial, controlado por los grandes poderes financieros, lleva tiempo oscureciendo los grandes mensajes de fondo y de calado del Papa, para publicitar sólo sus gestos más folclóricos. Es la forma que tiene el sistema capitalista de protegerse a sí mismo de las denuncias furibundas a las que los somete Francisco.

    Quiera o no (y yo creo que lo quiere), el Papa es el líder global de la gente que sufre, llora y muere en el mundo por culpa de un sistema «inicuo», que se asienta en la explotación de los hermanos y que, por lo tanto, no respeta la dignidad inviolable de la persona, hecha a imagen y semejanza de Dios. Se ha convertido en un referente de autoridad moral para creyentes o no creyentes. Es la última esperanza de los descamisados.

     

     

     

    Tras la llegada de Donald Trump, máximo representante del capitalismo salvaje, al tablero internacional se dibujan dos poderes frente a frente. Por un lado el poder casi omnímodo del presidente de la mayor potencia del mundo, decidido a encerrarse cada vez más, a proteger únicamente a los suyos, a impedir la llegada de emigrantes y refugiados y a imponer su modelo de sistema económico-financiero que descarta al resto del mundo.

    Por el otro, el Papa, el «hombre luz» (como lo definía recientemente la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena), sin poder real, sin divisiones, pero con la autoridad moral de líder global y abogado de los pobres.

    Una lucha desigual, en la que Francisco necesita la ayuda de su Iglesia (de toda su Iglesia) y de todos los creyentes de todas las religiones y de todos los hombres de buena voluntad. Todos juntos, en un bloque compacto, luchando por un mundo mejor.

    Transcurridos cuatro años, el Papa nos sigue sorprendiendo, a pesar de tenernos ya acostumbrados a gestos inéditos y llamativos. Unas veces, multitudinarios. Otras, íntimos y personales. Como el de la noticia que dio la vuelta al mundo el 24 de enero de 2015. Ese día, Bergoglio recibía a un transexual español, Diego Neria, de 48 años, con su novia Macarena, que le preguntaba: «¿Hay lugar para mí en la casa de Dios?». El Papa le abrazaba y le decía: «Dios quiere a todos sus hijos, estén como estén, y tú eres hijo de Dios y por eso la Iglesia te quiere y te acepta como eres. ¡Claro que eres hijo de la Iglesia!». Y los tres se fundieron en un abrazo, sin que Diego pudiese reprimir las lágrimas.

     

     

     

    La revolución de la misericordia

    Francisco quiere transformar la Iglesia. Hacerla pasar de «aduana» a «hospital de campaña». De roca fuerte y poderosa a madre de manos humildes y acogedoras. Para que se convierta en el asilo y en el refugio de todos los heridos del mundo. De todos los machacados por la sociedad y por la propia institución eclesial. La Iglesia «no es de las élites» eclesiásticas, suele repetir. Los preferidos en ella son los últimos, los que menos cuentan. Diego, el transexual, es un caso clamoroso. Pero lo mismo podría decirse de los gays o de los divorciados vueltos a casar o de las madres solteras. O de todos los descartados y tirados en las cunetas de la vida y de la historia.

    Es la pastoral de los irregulares, de los que, oficialmente, hasta ahora la doctrina y la praxis de la Iglesia condenaba y marginaba: transexuales, homosexuales, divorciados, madres solteras o parejas de hecho.

    Es una pastoral realizada por el Papa en primera persona. Lógicamente, estos gestos osados del Papa preocupan y hasta indignan a los sectores más conservadores de la Curia romana y de la Iglesia, especialmente centrados en la doctrina. Les duele en el alma que el Papa les cambie el paradigma. Porque, para Francisco, primero es el Evangelio de la misericordia y, después, sólo después, la doctrina. Pero los ‘resistentes’ no pueden protestar, porque los gestos no menoscaban la doctrina.

    Eso sí, gestos y llamadas mandan potentes señales hacia la sociedad en general, y hacia la mayoría del pueblo de Dios, en particular. Con ellos, el Papa está diciendo a la gente, incluso a los más alejados, que la Iglesia está cambiando. Que, en su primavera, lo primordial es la misericordia. Que la suya es una revolución de la ternura.

     

     

    En esa revolución, los más urgente para él es despertar al pueblo de Dios. Sumar a su causa a los millones de creyentes sumidos, desde hace años, en el llamado cisma silencioso: no viven en sus vidas la doctrina eclesial, sobre todo en lo que se refiere a la moral sexual. Francisco quiere que el pueblo le ayude a pasar de la moral del semáforo (del no, del todo es pecado), a la de la brújula o el faro. Hay un ideal moral, que se puede alcanzar o no, pero siempre en proceso, en camino y sin dejar en la cuneta a los que, por imposibilidad o debilidad, no lo consiguen.

    Francisco sabe que, sin un cambio radical en la moral sexual, la Iglesia se desconecta de sus bases y, lo que es peor, no sintoniza con las nuevas generaciones. Y sin jóvenes, no hay futuro posible. ¿Cómo exigir castidad perfecta a una pareja que tiene un proyecto de vida en común estable, pero que por circunstancias económicas adversas no puede casarse hasta pasados los 30? ¿Cómo decir en África que, para prevenir el Sida, no se puede usar preservativo? ¿Cómo explicar a un matrimonio católico que no puede utilizar medios anticonceptivos artificiales? ¿Cómo vivir la paternidad responsable para no «traer hijos al mundo como conejos»?

    En este camino de abrir grietas, el Vaticano de Francisco ha pasado de los principios innegociables (que eran todos) a la misericordia como referente fundamental, a lo que se supedita todo lo que no sea dogmático, es decir, las verdades del Credo. Sólo así, la Iglesia podrá dar respuestas a las preguntas que se hace la gente. Y sólo así, con el apoyo del pueblo, Francisco podrá vencer las resistencias de sus halcones.

    Consciente de que tiene una misión providencial que cumplir en pocos años, en muy pocos años. Y ya lleva cuatro. El tiempo le apremia y los cambios, en la Iglesia, cuestan. Pero Francisco sabe también que la barca de Pedro la conduce el Espíritu.

     

     

    La misericordia, motor del cambio

    Para poder predicar hacia afuera, Francisco sabe que tiene que dar trigo, ser creíble hacia adentro. Y no sólo como persona, sino como jefe supremo de la Iglesia católica. Y es aquí donde encuentra más resistencias. Las entretelas de la vieja institución chirrían expuestas al sol del Evangelio. Porque lo que el Papa propone es un cambio de vida personal y de tendencia eclesial: Optar por la lógica del «deseo de salvar a los perdidos» frente a la del «miedo a perder a los salvados», que imperaba hasta ahora.

    Un cambio profundo, brusco, hondo, que pasa no sólo por la tan cacareada reforma de la Curia (que también), sino por el cambio del corazón. Una conversión (metanoia). Lo explica así de claro el cardenal panameño, de origen español, José Luis Lacunza: «El objetivo no debería ser realizar sólo una reforma cosmética, sino ir al fondo y llevar a cabo una conversión pastoral, que pasa por entender la Iglesia no como un fin en sí misma sino como un instrumento para hacer el Evangelio creíble y aceptable».

    Francisco quiere abrir las puertas de par en par a los Zaqueos de nuestro tiempo, personas rechazadas por los de dentro y por los de fuera, en base simplemente a leyes y doctrinas. Una Iglesia madre, con los brazos siempre abiertos y que sólo aplique la medicina de la misericordia, que es «el látigo de Jesús».

    Una Iglesia, por supuesto, desclericalizada, sinodal y corresponsable. Donde sea realmente verdad que «Iglesia somos todos» y no sólo los curas, los obispos, los frailes y las monjas. Una Iglesia comunión y pueblo de Dios, donde los laicos dejen ya de ser «clase de tropa».

    Y una Iglesia que predique con el ejemplo. Por eso el Papa es el primero que intenta hacer lo que dice, predica y da trigo, no exige a los demás lo que él no hace primero. Un Papa que no quiere obispos-príncipes y él fue el primero en abandonar el palacio pontificio, renunciar a coches de gama alta y vivir austeramente en una residencia sacerdotal.

    El Papa engancha a la gente, porque es un testigo creíble y, además, porque habla el lenguaje de la gente. Ha hecho pasar la forma de hablar de los Papas del arabesco al tú a tú. No necesita intérpretes. Habla clarito y sin pelos en la lengua. Papa, párroco del mundo, que se hace entender por sus fieles, sin necesidad de intermediarios. En un «magisterio continuo», del que sus homilías diarias en la Casa Santa Marta son el corazón estratégico de su pontificado.

    Con las antenas puestas en el Evangelio y en el pueblo (vox populi, vox Dei). Un «Papa hecho pueblo», como se dice del beato monseñor Romero, que va a cambiar la Iglesia cueste lo que cueste y pese a quien le pese. A los altos eclesiásticos reticentes sólo le caben tres opciones: subirse al carro de la primavera, dejar que pase en silencio y al acecho, o verse arrastrados por ella.

     

     

    Una reforma irreversible

    En cualquier caso, iniciada la reforma, nadie será capaz de truncarla. Los procesos en la Iglesia, tanto los reformistas como los involucionistas, tienen su ciclo y su recorrido. Tras 35 años de ciclo involucionista, acabamos de empezar el reformista, que, por lo tanto, está destinado a durar.

    Entre otras cosas, porque hay magisterio creado. En estos pocos años, Francisco ha elaborado todo un andamiaje doctrinal de todo tipo y condición. Desde el magisterio solemne de las exhortaciones y encíclicas, al no menos importante de las homilías, discursos, comparecencias, ruedas de prensa o entrevistas.

    Es, además, un Papa que, a través de su forma directa, clara y sencilla de comunicarse, ha hecho ‘descender’ el magisterio al nivel del pueblo. Ha creado escuela en la gente. Ha calado. Está dejando poso. El pueblo llano se emociona con sus gestos y repite sus frases sobre Dios, la misericordia o la Iglesia. Un pueblo de Dios seducido por la enjundia evangélica del mensaje de Francisco, que no permitiría una marcha atrás. Y si, a pesar de todo, se le impusiese, la institución perdería toda su credibilidad, habría una estampida ya no tan silenciosa de fieles y la Iglesia quedaría reducida a su mínima expresión, sin capacidad de influencia ni de maniobra. La sal se volvería insípida. Sería un tiro de gracia en sus propios pies.

     

    Lo más difícil: Cambiar su propia Iglesia

    A estas alturas del pontificado, está claro que el mayor desafío pendiente para el Papa y su primavera es que «la nieve baje de las montañas al valle«. Porque, en muchas diócesis se dan, a una escala más o menos reducida, las deficiencias atribuidas a la Curia romana y las resistencias que están haciendo públicas algunos cardenales. Para llegar al valle de las iglesias locales, Francisco necesita obispos, presbíteros, religiosos y laicos animados de su mismo espíritu primaveral.

    ¿Quién apoya a Francisco? ¿Con quiénes puede contar? No existe un partido o un movimiento activo pro Francisco. Y no se reforma un aparato como el eclesiástico (con miles de obispos y cientos de miles de sacerdotes y religiosos, toda una red de centros de poder grandes y pequeños) sin un buen ejército. En la Curia no existe todavía un fuerte equipo bergogliano. No hay, al menos todavía, un escuadrón mundial compacto de cardenales, obispos y sacerdotes dispuestos a luchar por las reformas de Francisco, como los hubo en la reforma Gregoriana, en la del Concilio de Trento o en la del Vaticano II.

     

     

    Los episcopados nacionales callan. Hay muchos prelados-príncipes, descolocados vital y eclesialmente. Francisco deja en evidencia su estilo de vida y, además, echa por tierra su modelo eclesial rígido y doctrinario. Se han quedado sin guión, sin actores, sin teatro. No tienen música ni letra. Y no saben tocar de oídas. Ni saben abrir sus mentes a la pluralidad, porque siempre creyeron e impusieron su modelo eclesial unidireccional y cerrado como el único posible.

    Muchos conservadores están a la espera de un paso en falso del Papa. Son los «hermanos mayores» de la parábola del Hijo pródigo, los que lo acusan de populismo, de demagogia, de acabar con la liturgia y la fe, y de ser comunista. El aparato eclesial es de goma y renuente al cambio. Pero Francisco cuenta con el apoyo de la gente. El corazón del pueblo late con él.

    Y también hay resistencia fuera: Las altas finanzas, Wall Street, los poderes fácticos de un mundo que «globalizó la indiferencia»… Francisco incomoda profundamente a los poderosos, porque los delata, los desnuda y los deja en evidencia. También aquí demuestra a la gente con su propia vida que se puede ser un hombre poderoso, haciendo un uso ético del poder.

    Muchos y grandes poderes en contra. ¿Tendrá tiempo suficiente el Papa para que germine su primavera? Es mayor y, en cualquier momento, puede romperse ante el enorme peso que lleva sobre sus hombros. No le queda mucho tiempo y él lo sabe. Por eso, está acelerando el proceso. Y, en cualquier caso, la tendencia está iniciada y, a mi juicio, es imparable. Porque, según reza mi letanía favorita, nadie puede detener la primavera en primavera.

     

     

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    Autor

    Jesús Bastante

    Escritor, periodista y maratoniano. Es subdirector de Religión Digital.

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