La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

España, 2011, ¿una nueva generación de la decadencia?

España, 2011. Hablan de crisis. ¿Crisis? La que venimos sufriendo desde que somos lo que se podría asemejar a España. Somos la historia de un atraso. Un proyecto fallido, eternamente decadente, podrido, descompuesto, fracasado. En siglos, sólo tuvimos una época dorada. La que iniciaron los Reyes Católicos; la que se cercenó con los excesos de gota y desinterés nacional de los coronados; y la que concluyó con el fracaso del último político con mirada nacional, el Conde-Duque de Olivares.

Fuimos el primer gran Estado Moderno. Por una vez, fuimos la innovación, la plasmación del sueño de Maquiavelo: unidad y fortaleza. Todo lo anterior fue testimonio de las perores pesadillas del autor de ‘El Príncipe’: padecimos ser tierra de conquista, por pueblos con culturas y credos que, al fin y al cabo, configuraron nuestra alma. Sin embargo, incluso nuestra Modernidad, vista con los ojos contemporáneos, estuvo trufada de inmoralidad: intolerancia inquisitorial, expulsión de quienes también fraguaron nuestro espíritu, censura de los papelajos masificados por Gutenberg, esclavitud de los dueños originarios de Las Indias (aunque fuimos los primeros en reconocer que tenían alma, plasmándolo en el Derecho).

Desde entonces, todo lo posterior fue profundizar en la decadencia: pérdida de cualquier atisbo de grandeza, fin de la sensación de infundir respeto (y temor) entre los vecinos y barra libre para nuestros vicios más firmes; desde la incultura hasta el dominio de la superchería. Definitivamente, España pasó a ser pueblo de envidias, ausencia de reflexión y odios encarnados en las tripas. El diferente fue señalado como hereje, liberal o imbécil. En todo caso, digno de ser rechazado o anclado al garrote vil. Las luchas entre las dos almas (absolutistas y liberales; conservadores y progresistas; derechistas e izquierdistas; fascistas y comunistas) fueron ya una constante. Guerras civiles de dos en tres; nuevas invasiones (ay, los gabachos); alzamientos y militaradas; gobiernos con una duración máxima de meses (ya fuera República o Monarquías, bajo etiquetas constitucionales distintas).

Aparentemente, la paz vino con el bipartidismo. Era falso. Era un montaje. La democracia liberal-burguesa era ejercicio de simulación. Utilizando la vara de los caciques, decidían los dos partidos cuándo y hasta cuándo se turnaban. El fiasco tocó techo (o suelo). A la del 98 se la conoció como la generación de la decadencia. Se pedía renovación y se exigía mano de hierro, que no de seda. Y nos cayó un Primo con mayúscula. El ropaje militar seguía vistiendo a España con uniforme, otro siglo más. Aunque ya sin el bigote de Espartero, sin su genio y sin los cojones de su caballo. El militarote nos trabucó la prometida regeneración por el mantenimiento de la España de los latifundios, los analfabetos y los privilegios de una Iglesia española que siempre fue más carcundia que la que pace en Roma. No tardó en estallar la revolución. Que vino por las urnas. España se acostó monárquica y se levantó republicana.

El morado castellano en la rojigualda trajo ilusión y promesas. Pero los excesos de unos y otros (los que equipararon República con izquierda izquierdista y los que no aceptaron el nuevo orden que hacía tambalear la Tradición) mataron la manzana antes de que pudiera siquiera madurar. Mordida por la serpiente, la manzana tenía veneno. Llegó la Guerra Civil más cruel de nuestra historia, un cáncer que destroza una nación por decenios a causa de ser los vencedores muy vencedores y los derrotados muy derrotados. Se ensalzó de nuevo (bajo palio) el uniforme militar. Por casi cuarenta años. Hasta que el Caudillo murió de viejo en su cama (del hospital).

Y ahí llegó lo mejor que en muchísimo tiempo hicimos. Una nueva innovación. Una genialidad en grado sumo, por la enorme dificultad. El milagro: la Transición que reconcilió los odios, hermanó a los hermanos y otorgó una, al fin, verdadera democracia. Lo habíamos conseguido. A España no la conoció ni la madre que la parió.

Pero España volvió a ser España: corrupción, terrorismo de Estado, bipartidismo instrumental para formar una casta de privilegiados, conversión de la política en el diálogo (ladrido) de los doberman, nueva y fortalecida exaltación de las fobias y las etiquetas. España, 2011. Más corrupción. Mucho más paro. Muchísima más desigualdad. Infinitamente más casta política. Hoy también se pide regeneración. Se pide quedarnos con lo mejor que hemos tenido: el genio individual de nuestros castizos escritores, pintores, poetas, filósofos, místicos y santos. Y nuestros más grandes héroes anónimos: panaderos, maestros, borrachos, putas.

Aunque analizando nuestra historia “política” parezca casi un imposible, nos ¡indignamos! para no pasar a la historia como una nueva generación de la decadencia. ¿Alguien o algo quiere ser la mano de seda de una renacida y purificada democracia, más justa, equitativa y racional? ¡Aún estamos a tiempo!

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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