“Sin cambios morfológicos significativos”. Esta fue la sentencia que leyó Manuel en un frío trozo de papel, tras una semana de espera de los resultados de una biopsia. Sin entender del todo su significado –se esperaba algo así como “cáncer: positivo o negativo”–, sólo quedó más o menos tranquilo después de hacer un par de consultas telefónicas. Cinco minutos después, definitivamente aliviado, salió de la clínica y comenzó a pasear.
Su paso era relajado; su rostro, sonriente. Pensaba para sí mismo: “La verdad es que era un putadón morirme ahora. Tan joven, con tantas cosas que hacer. Y, lo peor, sabiendo que me moría, que caminaba hacia el fin. Dios, eso tiene que ser horrible. Menos mal… Eso sí, este susto tiene que servirme de aviso. A partir de ahora, ya sé lo que tengo que hacer para ser feliz. Y voy a empezar en este momento. Voy a llamar a Inés”.
Al cruzar la esquina, mientras urgaba en su bolsillo en busca de su móvil, la teja suelta de un quinto piso le aplastó la cabeza. Antonio nunca llamó a Inés. Aunque tampoco supo que su muerte era inminente.
MIGUEL ÁNGEL MALAVIA