El resurgimiento de grupos civiles armados en la frontera de Arizona tras la victoria de Donald Trump plantea serias preocupaciones sobre la seguridad, los derechos humanos y el papel de estos colectivos en un contexto ya de por sí complejo.
Organizaciones como Arizona Border Recon, que durante años estuvieron inactivas, han vuelto a la escena con un renovado propósito: alinearse con la retórica de mano dura contra la migración que caracteriza al expresidente y su enfoque de seguridad fronteriza.
Aunque los líderes de estos grupos, como Tim Foley, insisten en que su labor es patriótica y de apoyo a las autoridades, su historial y modus operandi levantan serias dudas. Foley asegura que no se trata de una milicia en el sentido tradicional, sino de un grupo de civiles rastreadores certificados con la intención de proteger el país. Sin embargo, portar armas de alto calibre y patrullar la frontera con atuendos militares no es simplemente una expresión de preocupación ciudadana, sino un acto que puede derivar en abusos e incluso violencia.
El pasado está lleno de ejemplos de los peligros que representan estas agrupaciones. Casos como el de Roger Barnett, condenado por agredir a migrantes, y los excesos del Proyecto Minutemen, ilustran los riesgos de permitir que ciudadanos armados actúen bajo la apariencia de “vigilantes” de la frontera. Estos grupos no solo operan al margen del Estado de derecho, sino que sus acciones históricamente han resultado en violaciones a los derechos de migrantes y comunidades locales.
La llegada de la Administración Trump y la posibilidad de una cooperación formal con estas milicias no hacen más que amplificar las alarmas. Los comentarios de figuras como Thomas Homan, quien describió a estos civiles armados como “buenos patriotas”, legitiman indirectamente su presencia y refuerzan una narrativa peligrosa. La retórica de apoyo desde el gobierno podría erosionar aún más los límites entre la acción legítima del Estado y las iniciativas unilaterales de estas agrupaciones.
Por su parte, activistas como Isabel García han expresado con razón su preocupación. No solo se trata de la amenaza a los derechos de los migrantes, sino también del impacto en los grupos humanitarios que trabajan en la frontera. Organizaciones que colocan agua y asistencia en el desierto ya han enfrentado hostigamientos y es probable que estas tensiones aumenten.
El resurgimiento de las milicias civiles no puede entenderse como un acto de patriotismo, sino como un síntoma de una sociedad polarizada, donde el miedo y la xenofobia han dado pie a dinámicas de autodefensa que terminan perjudicando a los más vulnerables. Es crucial que se establezcan límites claros para estas agrupaciones, que el gobierno sea contundente en garantizar que las leyes se respeten y que los derechos humanos no sean una moneda de cambio en la frontera.
La vigilancia civil no debe sustituir ni coexistir en complicidad con las autoridades estatales o federales. Si lo hace, corremos el riesgo de normalizar prácticas que violan los principios más básicos de justicia y humanidad. La frontera necesita soluciones integrales, no milicias que patrullen el desierto con armas en mano y un sentido unilateral de la ley.