‘¡Se va el caiman, se va el caimán…!
La administración Trump ha cruzado una frontera que parecía infranqueable hace tan solo unas semanas.
Lo que comenzó como una campaña enfocada en el narcotráfico ha evolucionado hacia una operación de múltiples frentes que, según fuentes oficiales, contempla la posibilidad de un cambio de régimen en Venezuela.
Documentos clasificados, reuniones confidenciales en el Pentágono y movimientos militares sin precedentes en el Caribe indican la existencia de una estrategia que va mucho más allá de lo que la Casa Blanca admite públicamente.
El despliegue militar es considerable.
La flota de la Armada estadounidense, liderada por el portaaviones USS Gerald R. Ford, se encuentra anclada frente a las costas venezolanas con más de 4.500 marineros y marines a bordo.
Desde septiembre, los ataques aéreos estadounidenses han resultado en la muerte de al menos 83 personas en operaciones que Washington justifica como acciones contra narcotraficantes.
El Pentágono ha identificado posibles objetivos dentro del territorio venezolano, mientras que la CIA opera en secreto dentro del país. Además, el presidente Trump ha dado luz verde a operaciones encubiertas que superan lo que cualquier administración anterior se atrevió a hacer público.
La escalada militar sin precedentes
Lo que marca la diferencia en esta campaña respecto a intentos anteriores es su naturaleza híbrida. Trump no ha ordenado una invasión directa, pero tampoco ha descartado ninguna opción. En agosto de 2025, firmó una directiva secreta que autorizaba al Pentágono a utilizar la fuerza militar contra cárteles de drogas seleccionados en toda Iberoamérica. Incrementó la recompensa por Maduro hasta los 50 millones de dólares, acusándolo de dirigir operaciones de tráfico de cocaína. El 2 de septiembre, fuerzas estadounidenses atacaron lo que describieron como un barco del Tren de Aragua cargado con cocaína, causando la muerte de once personas. Este ataque se realizó sin la participación habitual de la Guardia Costera, lo cual generó interrogantes sobre su legitimidad legal.
Desde entonces, los ataques han aumentado considerablemente. El Pentágono ha llevado a cabo veinte operaciones letales contra embarcaciones acusadas de transportar droga. Cada uno de estos ataques suscita más dudas sobre su base jurídica. Los fiscales federales están autorizados a usar fuerza letal únicamente contra individuos que supongan una amenaza inmediata durante interdicciones marítimas. Marco Rubio, secretario de Estado, ha defendido estas operaciones alegando que los decomisos de drogas no han logrado disuadir a los cárteles. Sin embargo, senadores demócratas han expresado su inquietud: la administración no ha aclarado ni la base legal ni el alcance o los objetivos reales detrás de esta expansión militar.
Trump ha sido claro respecto a sus intenciones futuras. En una reunión con su gabinete, anunció que los ataques terrestres contra narcotraficantes comenzarían «muy pronto». Aunque no especificó qué país sería el objetivo, sus comentarios previos sobre Venezuela dejaban poco espacio para las dudas. Un grupo bipartidista de senadores ha advertido que buscará forzar una votación para bloquear acciones militares si la administración decide atacar dentro de Venezuela sin autorización del Congreso. La Casa Blanca parece haber hecho caso omiso a estas advertencias.
En este contexto, el narcodictador Nicolás Maduro está tirando del manual que todo tirano sigue cuando se ve amenazado desde el exterior del país y se está presentando como una víctima frente a la opinión pública venezolana tratando así de engañar y distraer la atención con acusaciones a Washington de intentar derrocarlo. En octubre, Trump ordenó poner fin a las negociaciones con la dictadura venezolana que realizaba su enviado Richard Grenell. La orden de cese llegó tras la negativa de Caracas a ceder ante las demandas estadounidenses. Maduro había propuesto un acuerdo: su renuncia en tres años con transferencia del poder a la vicepresidenta Delcy Rodríguez, quien completaría el mandato pero no buscaría reelección. La respuesta de Trump fue rechazar la propuesta argumentando que el gobierno venezolano carece completamente de legitimidad al haber manipulado las últimas elecciones.
Simultáneamente, la administración ha buscado ejercer presión sobre el dictador venezolano por otros medios. Un agente del Consejo Nacional de Seguridad intentó persuadir secretamente al piloto jefe de Maduro para desviar el avión presidencial hacia un arresto estadounidense bajo cargos relacionados con narcotráfico. Aunque este esfuerzo resultó fallido, ilustra hasta dónde llegan las operaciones encubiertas autorizadas por Washington. En otro intento notable, el multimillonario brasileño Joesley Batista voló a Caracas con el objetivo de convencer a Maduro para que renunciara; este movimiento contaba con conocimiento del equipo Trump aunque su empresa negó actuar como representante gubernamental.
La Casa Blanca también ha tomado medidas contra aliados regionales contrarios a su estrategia. Trump impuso sanciones al ex terrorista colombiano y ahora presidente de Colombia Gustavo Petro, así como a su familia y al ministro del Interior, acusándolos de permitir que el tráfico ilícito «floreciera» en Colombia. Por su parte, Petro ha criticado abiertamente que Estados Unidos huna en el mar los barcos de los narcos. Estas sanciones son un mensaje contundente: o se alinean con Estados Unidos o enfrentarán severas consecuencias económicas.
Los planes para después de Maduro
Lo más revelador es que la administración ya está desarrollando planes ante un posible escenario posterior a la dictadura chvista. Funcionarios estadounidenses han llevado a cabo simulacros militares imaginando qué ocurriría si el tirano fuera despojado del poder. Los pronósticos son inquietantes: se anticipa un período violento donde facciones políticas rivales y grupos narcoterroristas lucharían por hacerse con el control del país. Aun así, Washington sigue adelante con sus planes.
La oposición venezolana está dividida en cuanto al enfoque adecuado ante esta situación crítica. Por un lado está María Corina Machado, quien fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz en octubre y dedicó parte del mismo a agradecer a Trump por su «apoyo decisivo». Ella aboga por una postura más firme frente al régimen chavista; mientras tanto, Henrique Capriles pide reanudar las conversaciones diplomáticas con Caracas. Es interesante notar cómo Machado, respaldada por figuras clave dentro del entorno Trump —como Rubio, quien le atribuye cualidades admirables— no parece estar coordinando sus acciones con otras fuerzas opositoras aunque mantiene contacto regular con ellas.
La estrategia adoptada por Trump parece diseñada para evitar caer en las trampas observadas en intervenciones anteriores. Una invasión total sería mal recibida entre su base política nacionalista e isolacionista; sin embargo, lanzar una campaña contra «narcotraficantes» y «terroristas» resulta mucho más atractivo desde un punto mediático y político. Si eventualmente fallara esta estrategia, podría argumentar que solo estaba luchando contra el crimen organizado y no intentando cambiar un régimen legítimo; es lo que analistas denominan «cambio de régimen barato»: presionar militarmente junto con operaciones encubiertas y sanciones económicas sin asumir completamente las responsabilidades derivadas de una ocupación directa.
El contexto más amplio
La nueva estrategia nacional de seguridad diseñada por Trump centra gran parte su atención en Iberoamérica buscando reducir la inmigración ilegal, combatir delitos y preservar acceso a cadenas logísticas críticas para Estados Unidos. Reafirma así principios históricos como la Doctrina Monroe del siglo XIX al rechazar cualquier influencia externa sobre los asuntos internos sudamericanos; todo ello mientras mira hacia Venezuela —con sus vastas reservas petroleras— como pieza clave dentro este rompecabezas geopolítico.
No obstante esta campaña también ha suscitado resistencia internacional considerable; las Naciones Unidas han calificado los bombardeos a barcos de narcotraficantes como ejecuciones extrajudiciales ilegítimas e ilegales bajo derecho internacional vigente; además, Maduro, advirtiendo sobre posibles consecuencias catastróficas si Washington decide intervenir militarmente dentro del territorio venezolano —he firmado incluso un decreto destinado a ampliar autoridad militar ante tal eventualidad— también sostiene haber detectado un supuesto complot estadounidense relacionado con «banderas falsas» orientadas incluso hacia bombardear embajadas norteamericanas ubicadas en Caracas; Washington hasta ahora no se pronuncia sobre tales afirmaciones.
En casa tampoco se siente respaldo popular significativo; según recientes encuestas realizadas por CBS/YouGov durante noviembre pasado revelaron cómo un 70% —sin importar afiliación política— se opone abiertamente al uso de fuerza militar estadounidense contra Venezuela; sin embargo esto no parece detener al actual gobierno.
En resumen: Washington está cimentando bases para llevar adelante una intervención más profunda si así lo decide; cada ataque aéreo ejecutado, cada acción encubierta realizada, cada sanción impuesta constituyen pasos adicionales acercándose peligrosamente hacia un punto sin retorno; ya no queda duda alguna acerca si realmente considera Trump llevar adelante dicha operación sino cuándo lo hará y cómo sucederá esto.
