Han tenido que bajar, aunque poco, las temperaturas en España para que suba el nivel de los espacios de opinión de los periódicos de papel de Barcelona y Madrid, sobre todo de esta segunda ciudad. El 23 de abril encontramos más columnas dignas de destacar que en las jornadas anteriores. Y las hay para todos los gustos, incluso un ex ministro de Zapatero que recupera aquello de «bajar impuestos es de izquierdas», y reprocha al PSOE que critique las subidas que nos han impuesto Montoro ‘el malo’ y el registrador de la propiedad metido a gobernante. Lo divertido es que incluso explica, sin citarla por su nombre, la curva de Laffer que el PP defendía antes de llegar al poder y que ahora se pasa por el arco del triunfo con unos resultados obviamente nefastos.
Si a estas alturas, estimado lector, no ha deducido quién es el ex ministro en cuestión, se lo revelamos. Se trata de Miguel Sebastián, que publica un largo artículo en El Mundo titulado Bajar los impuestos cuando las cosas van mal. Arranca recordando las propuestas de un editado en 2002 por la Fundación Alternativas en el que participaron economistas militantes o próximos al PSOE. Después, según dice, esa fue la base del programa económico con el que se presentó ZP a las elecciones de 2004 aunque, como reconoce, después no se aplicaron.
Resume esas propuestas en seis puntos, algunos realmente llamativos si se compara con el discurso actual de los socialistas y que incluso resulta más que aceptable para cualquier defensor del liberalismo (otros, por supuesto, van en sentido contrario). Entre las cosas que a este humilde lector de columnas le han llamado su atención destaca, por ejemplo, la oposición al impuesto de patrimonio y como la argumenta:
¿Por qué contradice el Impuesto del Patrimonio la equidad horizontal? Supongamos dos ciudadanos, Pedro y Juan, que ganan 100.000 euros al año. Lo relevante aquí no es si esa renta es elevada o no, sino que ambos ganan lo mismo. Y que paguen los mismos impuestos. Supongamos que Pedro, con un enorme sacrificio, consigue ahorrar 10.000 euros al año, mientras que Juan se lo gasta todo y aplica ese principio tan español de «que le quiten lo bailao». ¿Qué ocurrirá a los 10 años?: Pedro tendrá un patrimonio de 100.000 euros (en valor presente) y Juan «no tendrá nada». Está claro que Pedro ha renunciado a cosas para llegar a ese patrimonio. Y que, al acumularlo, ha hecho algo bueno no sólo para él y su familia, sino para el país en su conjunto. ¿Es justo volver a gravar a Pedro con un impuesto sobre lo ahorrado? ¿No sería más justo, si acaso, un impuesto de «no patrimonio» que recayera sobre Juan?
Resulta casi imposible explicar mejor la gran injusticia de ese impuesto. Aunque claro, este humilde lector de columnas tampoco propondría un impuesto al ‘no patrimonio’ (aunque nos da que esto es más una provocación que otra cosa).
Añade:
El PSOE es uno de los pocos partidos socialistas europeos que defiende un impuesto sobre el patrimonio, y parece que se avergüenza de que un Gobierno socialista lo eliminara en 2008. Y no acepta o no entiende que esa eliminación se hizo porque era y es un impuesto ineficiente e injusto.
Veamos otro punto destacable, ese que remite a la frase antes citadas:
«Bajar los impuestos es de izquierdas». Éste parece ser uno de los principios más difíciles de defender en la situación actual, dada la caída de los recursos fiscales por la prolongada depresión económica (la elasticidad de los ingresos al PIB es superior a la unidad). Sin embargo, con frecuencia se confunde el deseo de elevar la recaudación con la elevación de los tipos impositivos.
Y ahí viene la explicación de la curva de Laffer antaño defendida por el PP, con un ejemplo de su funcionamiento:
De hecho, Zapatero redujo los tipos y la recaudación aumentó. Porque el objetivo de conseguir recursos requiere abordar la fiscalidad de forma global, promoviendo la eficiencia y el crecimiento y persiguiendo el fraude y la evasión fiscales. Subir los tipos impositivos seguramente será la peor forma de conseguir dicho objetivo. Todos estamos en contra de los paraísos fiscales. Pero tampoco debemos caer en los infiernos fiscales.
También en el diario de Unidad Editorial escribe Salvador Sostres un artículo sobre el nacionalismo catalán titulado Un viejo negocio. Tras repasar la historia de las concesiones de las ITV en Cataluña, dice:
El padre [Jordi Pujol] enseñó al hijo [Oriol Pujol] el viejo oficio convergente, que consiste en hacer negocios aprovechándose de los catalanes de buena fe. Pujol permitió y fomentó que sus hijos se enriquecieran del modo más ilegítimo, y basó su carrera política en todas las formas posibles de inmoralidad: desde la corrupción económica con complejas tramas para financiar irregularmente tanto a Convergència como a su vanidad (que no es lo mismo pero es igual), hasta la corrupción política de prometer viajes a Ítaca a sus votantes, cuando en realidad tenía perfectamente pactado con el Estado que él frenaría cualquier efervescencia independentista a cambio de que el Estado le respetara el estatus y mirara hacia otra parte ante las tropelías de sus hijos.
Dice también:
El problema de Cataluña no es España, ni un hipotético aislamiento internacional en el caso de independencia. El problema de Cataluña es Cataluña. El bajísimo nivel del debate. La negación intelectual que supone que los catalanes se sientan satisfechos leyendo La Vanguardia. El principal partido político, que se ha dedicado a aprovecharse del poder con la complicidad de un Estado al que luego culpan de todo. La deficiente articulación política del catalanismo, siempre pedante y nunca autocrítico. El exceso de orgullo y la falta de dignidad. La infinita mediocridad de Mas y de su banda de patanes, su pobrísimo discurso, sus mezquinos intelectuales, su épica de supermercado. El drama de Oriol no es que sea un ladrón, es que es un payaso.
Concluye:
Cataluña será lo que quiera ser. El problema es que hasta ahora no ha querido ser nada.
Y dado que ya ha aparecido el nombre del diario del Conde de Godó y Grande de España metido a independentista, veamos un artículo publicado en La Vanguardia. Si no fuera porque resulta imposible, por cuestión de tiempos, cualquiera diría que Quim Monzó escribió Cómo irse de una tertulia después de haber visto ‘El gato al agua’ de Intereconomía la noche anterior —Hermann Tertsch abandona el plató de ‘El Gato al Agua’ por invitar a Verstrynge: «¡Lamento que para conseguir audiencia, traigan a una persona que hace apología del golpismo!»–. Hace un retrato muy duro de quienes participan en este tipo de programas:
¿Como se llega a tertuliano? Por méritos. Los más habituales son ser líder de opinión, periodista, político sin cargo y con tiempo libre, economista… Últimamente, tal como están las cosas, los economistas son objeto de deseo por parte de muchas tertulias, aunque en general las previsiones que hacen no se cumplen. Tampoco se cumplen las de los políticos y siguen adelante sin inmutarse. Condición básica de todo buen tertuliano es gritar más que los que te rodean. Por eso se valora mucho un aprendizaje previo como verdulero o pescadero. El tertuliano de raza vive convencido de que, tenga o no razón, cuanto más grite más creerán que la tiene los oyentes o telespectadores. No siempre es verdad, pero, para un tertuliano, la verdad, a pesar de ser un valor importante, no es estrictamente necesaria.
Atribuye a Juan Carlos Girauta haber inaugurado, dos años antes, la costumbre de dejar una tertulia en mitad de su emisión.
Después la tendencia se ha extendido, y cada vez hay más tertulianos que, aculados contra las cuerdas, dicen: «Pues, ¿sabéis qué? Me voy». Es una salida indigna, porque el tertuliano de casta, cuando no le dejan hablar o tiene poquita voz, va con un megáfono. Pero creen que, si se marchan, quedan como víctimas y, por tanto, héroes.
Concluye:
El problema es que a menudo se van pero a la tertulia siguiente vuelven, como si no hubiese pasado nada. Son como aquellos cónyuges que se pelean y, en vez de mantener las caras largas durante semanas o meses, al día siguiente ya dialogan afablemente, como si el día antes no se hubiesen puesto de vuelta y media. Qué poco temple.
Volvemos ahora a Madrid, y en El País encontramos un interesante artículo de Fernando Savater, autor de referencia para nuestro compañero de Periodista Digital Roberto Marbán. Se titula Que decidan ellos, y está provocado por la lectura del libro ‘Todo lo que era sólido’ de Antonio Muñoz Molina.
Reflexiona Savater sobre el denominado ‘derecho a decidir’:
En una democracia, el derecho a decidir es tan intrínseco a los ciudadanos como el derecho a nadar a los peces. De ello se prevalen los separatistas para vender su mercancía averiada: ¿quién va a querer renunciar a su «derecho a decidir»? Ahora bien: ¿por qué reclamar esa obviedad con el énfasis del que aspira a una conquista, como si hubiese en este país ciudadanos de cualquier latitud que carecieran de él? Sencillamente, porque lo que solicitan los separatistas no es el derecho a decidir que ya tienen, sino la anulación del derecho a decidir que tienen los demás. Lo que se exige no es el derecho a decidir de los catalanes sobre Cataluña o de los vascos sobre el País Vasco, sino que el resto de los españoles no pueda decidir como ellos sobre esa parte de su propio país.
Añade:
Quienes nunca creímos que los únicos sujetos políticos sean los individuos y las familias, como Margaret Thatcher, pero tampoco aceptamos que puedan ser sustituidos por un «pueblo» que solo habla por ventrílocuos anti-sistema o anti-país, es decir los que queremos ciudadanía dentro del estado de derecho nacional hemos perdido la partida de la educación y de la ideología mayoritaria: somos los «fascistas» de quienes no saben lo que significa esa descalificación ni cuánto se parecen ellos mismos a los que antaño la merecieron.
Concluye con una fuerte crítica a uno de los ‘saltones’ de la izquierda española:
En su libro, Muñoz Molina omite mencionar tanto a los pocos intelectuales progresistas que se opusieron a esta deriva cuanto a los muchos que prefirieron considerar progresista ignorarla o favorecerla. Abundan los ejemplos respetables de este último tipo de ceguera, como el recientemente fallecido José Luis Sampedro, cuyas alusiones al tema vasco es piadoso olvidar en estas horas de luto. Desdichadamente, los que tanto necesitamos a lo largo de muchos años el apoyo de voces sabias de la izquierda no tuvimos la suerte de beneficiarnos de esa lucidez que por lo visto Sampedro guardó para mejores ocasiones. Aunque ni siquiera mucha lucidez hacía falta para señalar el abismo al que nos ha llevado la soberanía en fascículos: bastaba el sentido común y un poquito de aguante para soportar denuestos del radicalismo neotribal.
Del diario de PRISA saltamos al de Interconomía. Fernando Díaz Villanueva publica en La Gaceta una columna titulada Papel mojado, una fuerte crítica al Gobierno del PP. Arranca duro:
Hace unos meses, cuando la banda de Montoro andaba metida en los presupuestos de este año, algunos, pocos, dijimos que aquello era papel mojado desde el primer día. Nos llamaron de todo, claro. Que si cenizos, que si pesimistas, que si nuestro odio al sorayaje nos cegaba, que si por nuestra culpa iba a volver la Pesoe… en fin, no continúo porque si lo hago me piro del país hoy mismo.
Al final ha pasado lo que tenía que pasar: lo que decíamos era verdad y el Gobierno mentía. Montoro y su banda cuadró el presupuesto -es un decir- partiendo de que la economía nacional decrecería este año un 0,5%. Una estimación típicamente zapaterista y encaminada a sostener el disparate presupuestario que nos terminaron atizando ad maiorem sorayae gloriam.
No baja el nivel de la dureza en ningún momento:
Cabalgando sobre la mentira, el Gobierno se agarra al clavo ardiendo de una recuperación milagrosa dizque psicomágica que llegará, Dios mediante, a finales de este año o, en el peor de los escenarios, a principios del próximo. ¿Qué pasará si al final no sucede nada y dentro de diez meses estamos como ahora o peor? No pasará nada, se lo aseguro, aquí aguantamos carros, carretas y que Hacienda nos obligue a pagar por facturas no cobradas.
Concluye:
Los rajoyes, que parecían tontos, han demostrado una habilidad extraordinaria para domesticar a la prensa y anestesiar a su electorado, al que atontan con la amenaza de una izquierda aperroflautada y callejera. O nosotros o el caos vienen a decir, o nuestra mentira o sus excesos, como si lo de Montoro con su asfixiante presión fiscal no fuese ya un exceso intolerable. El previsible radicalismo de la izquierda no oculta el desastre de esta derecha gallardona y arriolí, anamatesca y margallina que está dejando el país hecho unos zorros. O nosotros o el caos. Casi que me quedo con el caos, pero me da que también son ellos.
Concluimos nuestro repaso diario a los artículos de opinión en ABC. Juan Carlos Girauta escribe, en El nombre y la cosa, sobre la nueva convocatoria para sitiar el Congreso de los Diputados:
Quien toma a broma el asedio al Congreso, bromea con un golpe de Estado. Quien se muestra comprensivo con la acción, lo es con un golpe de Estado. Quien, interrogado por el asunto, responde con los muchos y ciertos fallos de nuestro sistema, ampara un golpe de Estado. Establezcamos esto para empezar.
Grupos organizados convocan para pasado mañana, a través de la red, el «rodeo» y «asedio» indefinido del Parlamento, instando a sus seguidores a mantenerlo hasta la dimisión del Gobierno. Los fines son nítidos desde el momento en que se anuncia la decisión de no notificar la acción a la autoridad: «No cumplimos las reglas que nos impone un régimen al que pretendemos derrocar». Repito: derrocar.
Tras ofrecer una amplia selección de citas extraídas de la web de quienes convocan a sitiar el Congreso, concluye:
Etiqueten ahora los exquisitos como deseen el golpe de Estado. Pero incurre en grave error quien lo minimiza en la convicción de que ni en sueños podrá ganar y que, por consiguiente, siempre puede usarse para seguir ahondando en la desligitimación de la derecha, que hoy, como en los años treinta, no tiene para las izquierdas españolas un verdadero derecho a gobernar, bien gane elecciones con rotundidad. Por eso, aunque el pequeño golpe no vaya a triunfar, el gran golpe sí que va triunfando. Sin la asistencia de la prensa socialdemócrata a través de su lamentable doble baremo, sin la burda explotación socialista de descontentos sociales que en realidad están en su pasivo, y sin la bandada de opinadores de carné en la boca consagrados a alegrar los oídos más zafios, nadie dudaría al menos de que un golpe de Estado es un golpe de Estado es un golpe de Estado.
Por su parte, Jaime González cumple con su papel de jefe de Opinión del diario monárquico español por excelencia. Lo hace con un artículo titulado De gigantes y molinos escrito a mayor gloria de Juan Carlos I y contra quienes defienden su abdicación:
No sé cómo interpretarán los profetas de la abdicación esas palabras del Rey en las que anuncia su disposición a seguir «dando guerra», aunque supongo que los más testarudos no se bajarán del burro. De un tiempo a esta parte, cualquier gesto de Su Majestad es sometido al escáner público, porque no hay día en el que la Corona no se someta a la resonancia magnética de los brujos visitadores, esa cohorte de augures que son capaces de leer el futuro de la Monarquía con solo ver por televisión las muletas de Don Juan Carlos. Los más arriesgados son capaces de determinar el momento exacto de su renuncia por el movimiento de sus caderas: si cojea o se mece hacia un lado, incluso por la posición de sus piernas al sentarse.
Dice de quienes piden la abdicación:
Hay algunos que cada semana te enseñan una encuesta para demostrar que la Monarquía está «en caída libre» porque «solo» goza del apoyo de poco más de la mitad de los españoles. La «caída libre» en las encuestas se traduce en que el Rey dispone aún de mayoría absoluta, lo que no deja de tener su mérito si tenemos en cuenta el tamaño del embudo que utilizan algunos -a izquierda y a derecha- para convertir los errores de la Corona en delitos de lesa humanidad. Los pescadores en río revuelto han convertido el caso Urdangarín y las andanzas de Corinna en una causa general contra la Monarquía, unos con la aviesa intención de llevarse por delante el sistema; otros para ganar la guerra 77 años después; y el resto -los obstruccionistas de toda la vida-, por puro filibusterismo.
Al respecto tan sólo podemos decir que no se puede pretender que el responsable de Opinión de ABC escriba algo diferente a eso. En el diario madrileño de Vocento se defiende al Rey a capa y espada si hace falta.
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