José Luis Ábalos y Koldo García cruzaron la tarde noche del 27 de noviembre de 2025 las puertas de la cárcel de Soto del Real, situada cerca de Madrid, convirtiéndose en los primeros nombres de una lista que podría ampliarse considerablemente en los meses venideros.
El exministro de Transportes ha pasado a ser el primer diputado en activo que entra en prisión en España, un hecho que ilustra con claridad la magnitud del desastre político y judicial que envuelve al Gobierno de Pedro Sánchez.
No se trata de un exdiputado retirado del escenario parlamentario, sino de alguien que aún ocupaba un escaño cuando el juez Leopoldo Puente ordenó su encarcelamiento preventivo sin fianza.
El magistrado no escatimó en términos al emitir su resolución. Consideraba que existía un riesgo de fuga «extremo» y «máximo», acentuado por la proximidad del juicio oral y por las evidencias de que Ábalos había podido «recibir y manejar importantes sumas de dinero en efectivo».
El exasesor de Ábalos compartirá celda con su antiguo jefe en esta prisión madrileña, donde ambos aguardarán el juicio por una trama que abarca presuntos delitos como integración en organización criminal, cohecho, tráfico de influencias y malversación de fondos públicos.
La Fiscalía reclama 24 años de prisión para Ábalos y 19 años y medio para García, cifras que ponen de manifiesto la gravedad de lo investigado: un sistema sistemático de corrupción gestado desde las entrañas del Ejecutivo durante la pandemia.
El círculo que se cierra
Resulta irónico observar cómo se ha desarrollado este proceso judicial. Ábalos fue quien defendió en el Congreso de los Diputados la moción de censura que colocó a Sánchez en la Moncloa en 2018, pronunciando discursos llenos de promesas sobre regeneración democrática y lucha contra la corrupción. Ahora, siete años después, el mismo individuo que facilitó la llegada al poder del actual presidente se encuentra tras las rejas bajo acusaciones graves. El círculo se ha cerrado, pero no como lo imaginaron los socialistas aquel viernes de junio del 2018. Lo que comenzó como una victoria política se ha convertido en una pesadilla institucional que pone en entredicho la legitimidad del proceso que permitió a Sánchez asumir el mando.

Santos Cerdán, exsecretario de organización del PSOE y mano derecha del presidente durante años, ya ha experimentado lo que significa pasar meses en prisión preventiva. Salió en libertad condicional hace apenas una semana tras cinco meses encerrado; un acto presentado por el Gobierno como un triunfo, pero que sirvió más bien como recordatorio de que la justicia no hace distinciones entre cargos y excargos cuando hay indicios claros de delito. Cerdán fue destituido, expulsado del partido e incluso obligado a pedir su baja voluntaria como militante socialista; sin embargo, la cárcel ya cumplió su función: dejar claro que nadie está por encima de la ley, ni siquiera quienes fueron considerados piezas clave dentro del círculo más cercano al presidente.
Una presidencia construida sobre arenas movedizas
Resulta intolerable para la democracia española que Sánchez siga al frente del Gobierno mientras sus colaboradores más cercanos cumplen condenas tras las rejas. La indecencia de un presidente cuya legitimidad está cuestionada no puede prolongarse indefinidamente. Un mandatario cuyo entorno político más cercano enfrenta procesos por corrupción sistemática, cuyo exfiscal general ha sido condenado por revelación indebida de secretos judiciales, y cuyo Gobierno se ha visto salpicado por múltiples escándalos en cuestión de meses no puede continuar gobernando como si nada hubiera sucedido. La democracia necesita encontrar urgentemente una forma para deshacerse de él, porque la legitimidad política se erosiona irremediablemente cuando sus bases comienzan a desmoronarse.
Sánchez ha intentado manejar esta crisis mediante una táctica marcada por el distanciamiento estratégico. Asegura haber desconocido completamente las actividades ilícitas llevadas a cabo por sus colaboradores más cercanos, insiste en que el PSOE nunca ha tenido financiación ilegal y afirma que el partido actuó con «contundencia» al apartar a Cerdán. Sin embargo, estas explicaciones suenan cada vez más vacías cuando lo cierto es que durante años permitió que personas bajo investigación por corrupción ocuparan posiciones relevantes dentro del Gobierno y del partido. Es contradictorio afirmar simultáneamente desconocer lo ocurrido y haber actuado con determinación; uno de esos argumentos debe ser necesariamente falso.

Sánchez llega al final de la escapada
El panorama político es cada vez más insostenible. Sánchez llegó a la Moncloa gracias a una moción de censura respaldada por votos provenientes tanto de formaciones políticas progresistas como independentistas catalanes. Su Gobierno nació con una debilidad estructural inherente: carecía de mayoría parlamentaria propia y dependía completamente acuerdos frágiles con socios con intereses propios. Ahora, siete años después, esa minoría apoyadora se ha vuelto aún más reducida mientras los escándalos relacionados con corrupción destruyen cualquier pretensión moral respecto a su liderazgo.
La oposición liderada por Alberto Núñez Feijóo y el Partido Popular ha convocado una manifestación en Madrid para este próximo domingo bajo el lema «Cuando todos los que le encumbraron entran en prisión, Sánchez debe salir de la Moncloa». Esta frase resume con contundencia el argumento construido por la derecha española durante meses: afirmar que la corrupción no es un problema aislado sino sistémico, afectando a las raíces mismas del Gobierno y requiriendo un cambio político inmediato.
La trama de las mascarillas y el dinero en metálico
La investigación detrás del encarcelamiento de Ábalos y García gira en torno a una red corrupta establecida durante la pandemia COVID-19, periodo durante el cual el Gobierno adquirió mascarillas y equipos protectores a precios inflados mediante empresas relacionadas con Víctor de Aldama, un empresario intermediario involucrado también en actividades corruptas. Según indica la Fiscalía, cada uno implicado asumió «un papel diverso y complementario» dentro del «convenio criminal» diseñado para enriquecerse mediante desvío ilegal fondos públicos.
Lo alarmante es que Ábalos, desde su posición ministerial, tenía acceso privilegiado a información sobre contratos públicos e inversiones gubernamentales. Usó esa influencia para «favorecer contrataciones con entidades públicas siempre que surgiera oportunidad», promoviendo así intereses asociados con Víctor de Aldama. En otras palabras: su ministerio se transformó en un engranaje para generar beneficios económicos para esta red corrupta operando desde dentro del propio Gobierno.
El juez consideró especialmente grave el hecho de que Ábalos pudo haber «recibido y manejado grandes sumas en efectivo», sugiriendo así una modalidad corrupta basada no tanto en comisiones legales o pagos estructurados sino más bien entregas directas al estilo clásico del crimen organizado. Esto no representa corrupción elegante; estamos hablando aquí directamente sobre corrupción burda, donde huele a dinero negro.
Las primeras horas en Soto del Real
La vida cotidiana tras las rejas tiene sus propias durezas. Ábalos y García comparten celda ahora mismo en Soto del Real; duermen juntos en literas, comen juntos en el comedor e imponen las mismas limitaciones impuestas a cualquier otro prisionero común. No hay privilegios reservados para exministros ni trato especial para quienes alguna vez estuvieron cercanos al poder político. En este sentido, la justicia española actúa con imparcialidad evidente frente a los favoritismos políticos característicos bajo el mandato actual.
El “kit” básico recibido al ingresar incluye ropa penitenciaria junto con artículos esenciales para higiene personal; además viene acompañado por ese desgarrador entendimiento: sus vidas tal como solían conocerlas han llegado a su fin. Para dos hombres acostumbrados durante años a moverse entre despachos ministeriales tomando decisiones cruciales para millones o disfrutando cercanía al poder supremo, este cambio resulta casi incomprensible.
El fiscal general condenado y el patrón de corrupción
La red corrupta relacionada con Sánchez no abarca únicamente a Ábalos o García; hace apenas unos días se confirmó una condena contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, nombrado por el Gobierno hace solo un año. El Tribunal Supremo impuso ocho años tras comprobarse su implicación directa revelando secretos judiciales sobre información confidencial relacionada con una figura opositora. Un fiscal general sentenciado por abuso: esto no es un detalle menor; es reflejo palpable cómo permea esta corrupción institucionalmente.
El patrón es claro: quienes fueron designados por Sánchez para ocupar altos cargos han terminado enfrentándose ante tribunales o siendo investigados por delitos graves relacionados directamente con sus funciones públicas asignadas previamente; esto no puede considerarse casualidad sino evidencia contundente sobre un sistema corrupto operando desde lo alto hacia abajo.
La pregunta incómoda que nadie quiere responder
¿Cómo puede seguir siendo presidente Sánchez, si su círculo político más cercano está siendo juzgado precisamente por casos masivos corrupción? ¿Cómo puede reclamar legitimidad moral cuando sus colaboradores son acusados directamente haber malversado recursos públicos durante momentos críticos como lo fue esa crisis sanitaria? ¿Qué confianza pueden tener los ciudadanos hacia un Ejecutivo cuyos ministros están tras las rejas debido acusaciones tan graves?
La respuesta proporcionada hasta ahora desde palacio sostiene simplemente argumentar responsabilidad política basada únicamente sobre apartar personajes implicados; pero eso resulta insuficiente ante tales circunstancias actuales donde deberían haberse prevenido prácticas corruptas antes causaran estragos visibles ya hoy día presentes realidad política española actual. Negar ver algo o simular ignorancia implica negligencia considerablemente grave .
