¿Si los codiciosos financieros de ayer, siguen mandando hoy (que ahí siguen en sus despachos), cómo nos van a sacar de las crisis?
(Ángel Aznárez, notario)- ¡¡Codicia, codicia!! Ese fue el grito denunciador de la causa de la crisis financiera que estalló en el otoño de 2008, cuyos efectos aún sufren millones de ciudadanos españoles. ¡¡Codicia, codicia!! dijeron ilustres banqueros y cajeros españoles, que ahora, cinco años después, parecen haberse olvidado de aquella autoinculpación por codicia. Desde finales del siglo XX y principios del XXI, imperó lo que el personaje principal de la película Wall Sreet proclamó: «La codicia es buena, funciona; aclara, penetra y capta la esencia del pensamiento evolutivo».
Y la codicia es el deseo exagerado, sin límites, de cosas (dinero) a costa sobre todo de los demás, los otros. Las religiones monoteistas predican que es un pecado, que viola el Mandamiento del «no codiciarás»; el cristianismo es muy beligerante contra el afán codicioso y avaricioso, considerándolo «pecado capital» o cabeza de otros pecados, siendo su virtud opuesta la generosidad. También se ve en la codicia una causa de delinquir, pues el afán exagerado de tener conlleva el robo y el hurto -casos de robos en la actual crisis ha habido muchos-. Y la codicia puede ser una enfermedad o trastorno mental, esto es, que ciertas «maneras» codiciosas son perturbaciones de la mente, cuya curación podría precisar tomar pastillas o tumbarse en el sofá para psicoanalizarse. De la enfermedad, los grandes codiciosos no son conscientes, prueba de ello es que hasta presumen y se pavonean como pavitos; exhiben sus oros, creyéndose objeto de deseo, siendo unos indeseables.
Y una pregunta inquietante: ¿qué racionalidad -tan pregonada en los comportamientos económicos en los mercados y en el mercadeo – puede haber allí donde lo que hay es mucho trastorno y trastornado? Si la codicia, tal como se ha repetido, ha gobernado la economía en pasadas décadas y causa del actual desastre, surge otra pregunta: ¿si los codiciosos financieros de ayer, siguen mandando hoy (que ahí siguen en sus despachos), cómo nos van a sacar de las crisis? Fue la codicia de los agentes económicos, de los financieros, la causante de tanta ruina económica, social. Los políticos se olvidaron de los ciudadanos y, cual histriones, se pusieron al servicio de los poderes económicos. De ahí que la actual crisis sea también política, pues ya sabemos quienes nos gobernaron, no precisamente los que votamos en las elecciones, que resultaron ser, también, muy devotos del becerro de oro. El dinero se apropió de la política (el debate sobre retribuciones y sueldos de los políticos no es una anécdota, sino una categoría).
El llamado «pensamiento único» que nos rigió (el anarco liberalismo de la apoteosis del mercado y del mercadeo, de la economía sin la política, del olvidarse de los problemas del medioambiente, del beneficio económico sin límites, de la colonización o el parasitismo del Estado y de las Administraciones publicas por «los del dinero» (corrupción), nos llevó al actual estado de pobreza; al paro que alcanza cotas como las de Alemania de los años treinta, con desesperación de muchos jóvenes parados, que preguntan a sus padres si ellos (los jóvenes) cometieron delito por haber nacido. En el estado de malestar estamos, con consumos preocupantes de psicotrópicos y de «calmantes», y pagando impuestos para tapar los agujeros de las instituciones financieras. ¡En qué se convirtieron los Montes de Piedad, que nacieron para frenar la usura, que recuerda Benedicto XVI en su Encíclica.
De las propuestas más radicales contra la codicia, destaca la Encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate (2009). Una Encíclica que se integra en lo que se llama la «Doctrina social de la Iglesia» y cuyo fundamento teológico está en su primera Encíclica, la Deus caritas est. (2005). El Papa, en Caritas in veritate, introduce en su análisis del sistema económico (el sistema capitalista, que ni ataca y no nombra), lo que llama la «Economía del don o de la gratuidad». Es interesante tener en cuenta los muchos actos que cotidianamente se realizan de carácter gratuito; que son «dones» a los demás, y que no sólo son expresión de un asistencialismo caritativo, de una vivencia religiosa, de una moralidad, sino también constitutivos de toda una economía, la economía de la gratuidad, que complementa a la otra, la de los intercambios mercantiles. Reducir el hombre al homo economicus, impulsado únicamente por el interés y el afán de lucro, es una aberración (es verdad que a Benedicto XVI se le escuchó poco, en parte por los escándalos financieros de su Banco, el IOR).
A los que pudiera parecer utópico el planteamiento papal de la gratuidad, habrá que recordarles el ensayo del antropólogo Marcel Mauss con su Ensayo sobre el don, publicado a principios de los años veinte del siglo pasado. De las tres formas de intercambio entre los hombres, una es el trueque, otra la venta, y la tercera es el don o regalo sin contraprestación, manera simbólica de cohesión social, y muy ambigua, pues, por no tener precio, es inestimable. Muchas respuestas y contradictorias se han dado en la Filosofía y en la Antropología a la pregunta sobre el lugar que ocupa en el ser humano el interés, el desinterés, el altruismo y la generosidad. En la Antropología cristiana está muy claro: la gratuidad, por proceder del amor de dios, la ágapé o caritas es central.
Debemos destacar las muchas iniciativas en el ámbito de la sociedad civil que responden al principio de gratuidad, hoy esenciales para remediar los daños de la codicia de algunos, muy importantes. Las de muchas personas que cotidianamente hacen actos gratuitos, en el ámbito familiar y extrafamiliar, en la empresa y fuera de la empresa; las de muchas personas, que incluso se «empobrecen» para beneficiar a otros por medio de donaciones. Donaciones de dinero, de bienes, de alimentos, incluso de sí mismos (donaciones de órganos humanos para trasplantes, de tejidos, de sangre, de preembriones). También hay gratuidad en la participación ciudadana en entidades sin ánimo de lucro de ayuda a los demás, unas confesionales como Caritas y otras no confesionales; y también hay gratuidad en variadas formas de voluntariado e iniciativas de economía ética y cooperativa. Todo eso también mueve mucho dinero y tiene su economía, la llamada Economía del don.
(Extracto de la conferencia pronunciada en el Ateneo Jovellanos de Gijón)
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