La mirada arrasada de esa mujer es la mayor prueba de la inutilidad y el sinsentido del terrorismo. Mi hijo es un asesino. Mi hijo ha traicionado los principios del Islam. Mi hijo no es un buen musulmán. Mi hijo está muerto. Mi hijo. Mi hijo. Mi hijo...
(Jesús Bastante).- Una semana después de la masacre de Barcelona y Cambrils, el corazón continúa encogiéndose cada vez que el recuerdo, todavía vívido, de la sinrazón terrorista, aparece en forma de imagen, sonido, llamada, lectura. 15 muertos (además de los asesinos), más de un centenar de heridos, muchas preguntas, un solo dolor, el del ser humano.
Y por qué no decirlo, miedo. «No tinc por», se gritaba en las calles de Barcelona el viernes, apenas unas horas después del atropello masivo en La Rambla… Pero lo importante no es tener o no miedo, sino ser capaces de superarlo y seguir caminando hacia adelante. Como cantaba hace décadas Raimon (la canción no se me va de la cabeza en estos días),
«Al vent,
la cara al vent,
el cor al vent,
les mans al vent,
al vent del món»,
las calles de Barcelona, tomadas de nuevo, inmediatamente, por la gente, son la gran derrota del terrorismo. De cualquier terrorismo, y especialmente del que intenta utilizar en falso el nombre de dios (de cualquier dios, de su falso y violento dios) para alentar, justificar y promover el odio, la violencia, el asesinato, la sangre, la muerte.
El ejemplo del falso imán de Ripoll es buena prueba de ello. También, del que trata de hacer suyos a los muertos y lanzarlos contra los que huyen de la guerra, colocando a todos en el mismo saco de la intolerancia, «matando» a Dios con su ignorancia. Y es que los extremismos, del signo que sean, siempre acaban tocándose.
Muchas imágenes vuelven a la cabeza, de manera recurrente, en estas horas. Los amigos heridos, los que se salvaron por un pelo, los días vividos en Barcelona, las calles recorridas en otros tiempos, ahora tan sentidos… Dolor, mucho dolor. Ninguna de ellas es la que golpea, una y otra vez, la mente. No es un cuerpo tirado en el suelo, ni la furgoneta arrasando en zig zag la calle, ni el sonido de los disparos, ni el grito desgarrado de unos padres, ni el silencio sobrecogedor, pleno de respeto, de «todos a una»… ni la esperanza de que esa unidad no sea flor de un día.
Una mujer, de no más de cincuenta años, cubierta por un velo gris azulado y una túnica de rayas azules y blancas, con los ojos hundidos y las manos cruzadas, presente en una manifestación en Ripoll, la «cuna» de los terroristas. A su lado, su hermana, que tapa sus cabellos con un pañuelo negro y muestra un cartel que reza «No en el meu nom! (No en mi nombre)».
La madre de Younes Abouyaaqoub, el presunto terrorista al que las autoridades acusan de conducir la furgoneta que segó la vida y las ilusiones de centenares de personas el jueves pasado. Ghanno Gaanimi, la «Pietá» del asesino, sale a la calle para -según la traducción de un familiar, ella no habla castellano- pedir a su hijo «que vaya a la Policía, que se entregue, que prefiere que esté en la cárcel a que esté muerto, que ella no quiere que maten a los demás, que son personas». Una petición que, por lo que ya sabemos, cayó en saco roto.
La mirada arrasada de esa mujer es la mayor prueba de la inutilidad y el sinsentido del terrorismo. Mi hijo es un asesino. Mi hijo ha matado a mucha gente. Mi hijo ha traicionado los principios del Islam. Mi hijo no es un buen musulmán. Mi hijo es un asesino. Mi hijo está muerto. Mi hijo. Mi hijo. Mi hijo…
Ghanno Gaanimi no es culpable de que «su hijo sea». Pero Ghanno Gaanimi también murió el jueves a las cinco de la tarde, cuando Younes Abouyaaqoub arrancó la furgoneta de la muerte en La Rambla. En silencio, ahora, llora y sigue amando a su hijo. Pidiéndole que cese la espiral, que se entregue. Al terrorista, al asesino de su hijo. A ese que salió de su vientre y al que quiso, al que quiere, con toda su alma. Al que ahora quisiera tener entre sus brazos. Al que fue abatido este lunes.
Los padres, los hijos, los hermanos, las parejas de los muertos ya no podrán hacerlo. Los culpables deben acabar ante la Justicia. Los culpables. Entre los que no está Ghanno Gaanimi quien, por muy madre del asesino que sea, también es una víctima. Como el Islam. Como toda la sociedad. Las víctimas del odio somos todos. No cometamos el error de olvidarlo.
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