Manuel Fraijó

Carboneros ilustrados

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Carboneros ilustrados
Manuel Fraijo

Todos los espíritus profundos se han visto obligados a llevarse bien con la incertidumbre

(Manuel Fraijó, catedrático emérito, en El País).- Miguel de Unamuno consideró siempre que San Manuel Bueno, mártir era su mejor novela filosófico-teológica. En ella puso, según propia confesión, todo su «sentimiento trágico de la vida cotidiana». De hecho, la diócesis imaginaria a la que pertenece la aldea de Valverde de Lucerna, en la que Unamuno sitúa su relato, se llama Renada, es decir, doble nada, o una nada muy agrandada. La nada, como destino último de los seres humanos, es la mejor expresión del sentimiento trágico, agónico, unamuniano.

Unamuno sintió incluso, en una noche de marzo de 1897, las «garras del Ángel de la Nada». Tampoco olvidó la nada nuestra de cada día, la hermana menor de la nada final, los sinsentidos intrahistóricos.

Hay en esta novela una figura que siempre ha despertado ternura: Blasillo, el bobo del pueblo. Su nombre parece remitir a Blas Pascal, figura muy presente en la obra del pensador vasco. Obviamente, Unamuno no pretendía llamar «bobo» a Pascal. Lo que Blasillo simboliza es la fe sencilla de Pascal, fe que siempre añoró Unamuno, la fe de su niñez y de sus años jóvenes en su Bilbao natal. Es, podríamos aventurar, la «fe del carbonero», la fe heredada en la que se nace y se muere, la fe más sentida que pensada, la fe sin ilustración. Es la que practica Pascal cuando aconseja «encargar misas», o cuando escribe: «Toma agua bendita y acabarás creyendo». Es, también, la fe que practican hoy creyentes musulmanes que, al ser ciegos o analfabetos, deslizan cada día sus dedos por un número determinado de páginas del Corán; así, al terminar el mes, habrán «leído» el libro santo entero.

Es claro el contraste con don Manuel, el cura de Valverde de Lucerna que ni «celebrando misa» ha logrado creer. Preguntado por su fe, el párroco, llamémoslo «carbonero ilustrado» -había estudiado teología- «bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas». Y, preguntado por la resurrección de los muertos, «el pobre santo sollozaba». ¡Conmovedora forma unamuniana de revelar al lector el drama del cura! Era un santo, sus feligreses lo adoraban, pero su fe era débil, vivía más de la búsqueda de la verdad que de su posesión. Eso sí: nunca reveló a sus parroquianos su drama personal; y no lo hizo, escribe bellamente Unamuno, «para no quebrantar su contentamiento», para no arrebatarles el consuelo de la fe. Hay en la novela un sostenido elogio de la fe del carbonero, del creer de las gentes sencillas que continúan creyendo porque siempre creyeron.

Blasillo recorría una y otra vez las calles del pueblo repitiendo en tono patético el grito de Jesús en la cruz que él tantas veces había escuchado de labios de don Manuel: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?». A las buenas gentes del pueblo se les saltaban las lágrimas al oírlo. Y, lleno de regocijo, Blasillo festejaba su triunfo iniciando una nueva vuelta a la aldea. Unamuno hace coincidir, magistralmente, la muerte del párroco con la de Blasillo, que se había sentado en la iglesia a los pies de un don Manuel ya moribundo. Con memorable sensibilidad escribe: «Así que hubo luego que enterrar dos cuerpos». De esta forma, el carbonero ilustrado y el carbonero a secas, Blasillo, quedaron unidos para siempre.

Pero Unamuno era consciente de que la fe de Pascal no siempre olió a carbón. De hecho se refiere al gran científico como «un alma que llevaba cilicio». Un alma, en definitiva, que murió a los 39 años «de vejez». Su conversión, la que le sacó del «mar de distracciones» en el que navegaba, tuvo lugar, como él mismo informa, el 23 de noviembre de 1654 «ente las diez y media y las doce y media de la noche». Al parecer se trató de una intensa experiencia religiosa, de una conmoción interior, de una sacudida mística. Algo muy diferente del sueño de Descartes ante su estufa.

Al autor del Discurso del método se le reveló una «ciencia admirable» que le resolvió su duda metódica. Pero la duda de Pascal, como la de don Manuel, era existencial, dramática, trágica incluso. La consignó en su Memorial, un papel arrugado, cosido al forro de su levita, encontrado por un criado después de su muerte. La primera palabra lo dice todo: «Fuego». A continuación, Pascal contrapone el Dios de los filósofos y de los sabios al Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Jesucristo. Es de este último Dios de quien Pascal espera «certidumbre, paz, alegría». Si Descartes había dicho «pienso, luego existo», Pascal optará por su conocido «creo, luego existo».

En su caso triunfaron las razones del corazón. La fe de Pascal, afirma Unamuno, no era fruto de la «convicción», sino de la «persuasión», tenía voluntad de creer, pero su inteligencia matemática se lo puso difícil. De ahí su insistencia en las razones del corazón. La frase que mejor revela su lucha interior tal vez sea esta: «Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista». Con ella, Pascal dejó atrás los días del agua bendita y la fe del carbonero para adentrarse en el misterio de la «caña pensante» que somos y en el «eterno silencio de los espacios infinitos» que nos sobrecoge y aterra.

Al presentir su final, repartió su dinero entre los pobres y los hospitales de París y rogó a su hermana Gilberta que le trasladase al Hospital de los Incurables, algo a lo que Gilberta se negó; lo cuidó ella con todo esmero y cariño. Aún tuvo tiempo Pascal de acoger en su casa a una familia necesitada. Unos días después, el 9 de agosto de 1662, una extraña y terrible enfermedad que los médicos no acertaron a diagnosticar acabó con su vida. Pero con nosotros siguen sus Pensamientos, obra genial que tanto ha dado que pensar.

En un conocido texto confiesa Kant que tuvo que «anular el saber para dejar un sitio a la fe». Es el sitio que siempre andan buscando todas las religiones, pero no solo ellas. El carácter enigmático del universo condujo a un científico de la talla de Severo Ochoa a afirmar que sentía «irse de este mundo sin saber exactamente dónde había estado».

Todos los espíritus profundos se han visto obligados a llevarse bien con la incertidumbre. Tal vez por eso acuñó Nicolás de Cusa la fórmula «docta ignorancia», fórmula que Ortega y Gasset consideraba la mejor definición conocida de la ciencia. «Carboneros ilustrados» es otra forma de decir «docta ignorancia». Los grandes teólogos son carboneros leídos, gentes que, como don Manuel y Pascal, han pasado por las aulas del saber. Pero existe una asignatura que ni los más ilustrados aprueban, un asunto en el que todos compartimos la condición ignorante del pobre Blasillo. Me refiero al anuncio cristiano de la resurrección, al que Unamuno consagró su San Manuel Bueno, mártir. Es algo siempre «esperado» por muchos, pero nunca «sabido» por nadie. Cabe la opción generosa de Nicolás de Cusa «quia ignoro, adoro» (justo porque lo desconozco, lo adoro), pero también hay espacio para la duda, incluso para la negación, dolorosa unas veces, despreocupada o airada otras. El carácter misterioso del tema deja muchas puertas abiertas.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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