Los moderados están dispuestos a admitir mujeres en la gestión de la Curia; los conservadores denuncian la excesiva feminización eclesial
(José M. Vidal).- La Iglesia católica es un universo absolutamente masculino a nivel decisorio, a pesar de estar mayoritariamente formado por mujeres. Francisco lo sabe, le duele y lo dice abiertamente: «Hay que hacer más». Para seguir sus indicaciones, el Pontificio Consejo de la Cultura organiza, por vez primera en el Vaticano, un congreso sobre «Culturas femeninas: entre igualdad y diferencia» del 4 al 7 de febrero. Con un documento de trabajo reivindicativo, obra de importantes mujeres católicas italianas.
«Como mujer y madre siento que es la primera vez de verdad que nos piden nuestra opinión», explicó, en la presentación del evento en Roma, la actriz Nancy Brilli, una de las autoras del texto que se va a debatir.
Una oportunidad sin precedentes que las mujeres están dispuestas a aprovechar al máximo, planteando los temas más candentes del universo femenino. Desde la violencia de género o el uxoricidio, pasando por la cirugía estética, considerada en el documento como «un burka de carne», para concluir con el análisis de la presencia/ausencia de la mujer en la Iglesia católica.
Porque, en pleno siglo XXI, la situación de la mujer en la Iglesia clama al cielo y, para muchos, es, incluso, un gran pecado, del que la institución tendrá que pedir perdón, y moverse con rapidez para subsanar el desfase.
En cuanto a número de sus miembros, la Iglesia católica es mayoritariamente femenina. Las bases católicas están integradas por mujeres. Las dos terceras partes de los consagrados son monjas. Lo mismo pasa en la catequesis, impartida mayoritariamente por mujeres, que son también las que cuidan las iglesias, ayudan en la liturgia y forman parte de los grupos que visitan a los enfermos o ayudan a los pobres, a través de Cáritas y demás asociaciones.
Y, sin embargo, en la Iglesia apenas cuentan. Primero, porque apenas son escuchadas. A veces, ni siquiera es cuestión de poder (que también), sino de escucha de su voz y de participación en los procesos de toma de decisión. Algunas mujeres se contentan con esto. Otras muchas piden igualdad total y, por lo tanto, acceso a los puestos de mando de la Curia, al sacerdocio y al episcopado, como ya sucede en la Iglesia hermana de Inglaterra, que acaba de consagrar a su primera obispa.
Mientras tanto, en el Vaticano, los moderados están dispuestos a admitir la presencia de mujeres en los órganos de gestión de la Curia, pero quitan hierro a la posibilidad de que puedan acceder al altar. «El interés por el sacerdocio en las mujeres es estadísticamente muy bajo, casi irrelevante», asegura el presidente del Pontificio Consejo de la Cultura, cardenal Ravasi.
En cambio, los más conservadores, capitaneados por el recientemente defenestrado cardenal Burke, no sólo dicen que el sacerdocio les está vetado por prescripción divina, sino que achacan la falta de hombres en las iglesias a la presencia masiva de mujeres. «El ambiente feminizado de las iglesias ha llevado a muchos hombres a no entrar en ellas», asegura el purpurado estadounidense.
Con el Papa Francisco en Roma, el catolicismo podría, al menos, plantearse la cuestión. Hasta ahora, ni eso podía hacerse. Por dos razones principales. Para la Iglesia católica, el cuerpo de la mujer es un obstáculo para acceder a los ministerios ordenados, porque no representa a Cristo. Y no lo representa o no lo puede representar, porque la mujer no es ‘vir’ (varón) y, por lo tanto, en función de su sexo, no puede representar a Jesucristo, que fue varón.
Esta doctrina, amén de ser una discriminación flagrante en función del sexo, supone una interpretación restrictiva de la Tradición, que reduce el grupo de los seguidores y seguidoras de Jesús al círculo de los Doce, sin tener en cuenta que, en el movimiento de Jesús, el discipulado era una movimiento igualitario y que, además, hombres y mujeres se incorporan en igualdad de condiciones a la comunidad cristiana a través del bautismo, que es un sacramento inclusivo.